Sangre de mi sangre by Rebeca Tabales

Sangre de mi sangre by Rebeca Tabales

autor:Rebeca Tabales [Tabales, Rebeca]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2019-01-24T05:00:00+00:00


Perfil de Alberta

Abel fue un niño difícil. Con la persistencia y el carácter reconcentrado y rudo de su padre, y el nervio y la capacidad de seducción de su madre. Era mala mezcla. Un niño agotador. Iba a la guardería llorando y mordiendo, todo el camino. Volvía de la guardería llorando y mordiendo, todo el camino. Dormía y comía poco. Su primer placer y descanso era verle nadar. Verle nadar era una gozada.

Un día, con tres años, dijo que sabía nadar. Alberta contestó:

—No, Abel, no sabes nadar. Ven aquí, con mamá.

—Sé nadar.

—No sabes nadar. Ven aquí.

—Sé nadar.

Se tiró y nadó. Alberta se levantó y corrió hacia el agua, al principio alarmada creyendo que tendría que sacarlo o si no se ahogaría. Se quedó allí, quieta, fascinada, viendo la espalda dorada salir y entrar en el agua como el lomo de un esturión.

Por aquellos días Alberta estaba escuálida, triste y consciente de que tenía un marido bulímico, con estados explosivos de mal humor asociados a sus fracasos en las dietas. Ella, claro, no lo habría dicho así. Lo atípico, aparte de que el enfermo fuera de sexo masculino y rondase los treinta años, era cómo afrontaba estos ataques de ira. Había una extraña aleación, no siempre fácil de detectar, entre comida, sexo y Alberta.

El continuo de la frustración a la agresividad contra ella seguía una escalada parecida al comportamiento que había observado en El Padre el día de su boda. Había dos fases: la primera depresiva, la segunda maniaca. La primera consistía en una larga (a veces de varias semanas), costosa y amarga represión para no comer, o para vomitar lo que comía, y esta austeridad se sentía obligado a extenderla a otras áreas de la vida, como el sexo o la conversación, y, paradójicamente, también al ejercicio. Se quedaba sentado frente a la televisión todas las horas que tenía libres, como si de hacer un solo movimiento pudiese caer en cualquier clase de exceso fatal. Pedro consideraba un fracaso cualquier resultado: si engordaba o se mantenía en su peso había padecido para nada; si adelgazaba, había fracasado contra su enfermedad de niña, esa cosa estúpida y sin explicación, que lo tumbaba como un tsunami. Así que el fracaso era lo único seguro. El fracaso llegaba siempre. Entonces se desataba la breve parte maniaca, que se anunciaba con un aumento repentino de la actividad. De pronto se iba al gimnasio, a correr, a caminar, se ponía a cocinar algo supuestamente sano, pero que devoraba con lujuria; inventaba algún juego con Abel, al que se entregaba al mismo tiempo con pasión e impaciencia por acabar, o llevaba a Alberta a la cama.

La forma en que llevaba a Alberta a la cama también consta de una serie de rituales, algunos soy capaz de distinguirlos con claridad. El proceso maniaco depresivo anterior provocaba la frustración, primero, y la actividad neurótica, después. Llamo actividad neurótica a esas cosas que Pedro se sentía de pronto impulsado a hacer, después de haber estado muchos días inactivo, pero



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