Roma by Aldo Palazzeschi

Roma by Aldo Palazzeschi

autor:Aldo Palazzeschi [Palazzeschi, Aldo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1953-01-01T00:00:00+00:00


SE CENA A LAS NUEVE: ¡COCHINA MISERIA!

TODO cuanto sucedía ante el palacio de San Esteban, capaz de atraer la fantasía de un novelista, no despertaba el menor interés entre los habitantes de la calle Montserrat.

Aquel alto y viejo señor, excesivamente delgado y ligeramente encorvado —una pértiga—, que llevaba siempre pegado a sus talones a aquel hombrecito pequeño y rechoncho —un barrilito—, que le llegaba a la mitad del brazo, entre el codo y el hombro, y que salían, en plena oscuridad y con cualquier tiempo, durante el invierno (siempre con el mismo abrigo viejo y deteriorado, tanto el uno como el otro, y con el mismo traje negro de siempre, ya recubierto de un brillo acharolado que formaba una sola entidad con su cuerpo), al despuntar el día, en primavera, en otoño y en verano, y sobre los que el fulgor de los rayos del sol hacía resaltar, en pleno día, el estado ruinoso de sus personas, tanto como el de sus vestimentas, era un incidente habitual en el diario acontecer de la calle Montserrat. Sus entradas y salidas eran minúsculas realidades que los rapaces habían visto entre las primeras cosas de su vida y que hoy contemplaban sus propios hijos del mismo modo; por tanto, a nadie llamaban la atención ni atraían las miradas de nadie. Les veían como se ve el sol sobre el alero del tejado, o en la fachada de la casa de enfrente, o el caer de la lluvia cuando abrimos la ventana por la mañana. Las salidas del hombrecito de la cara redonda y sonrosada en la que parecía haberse estereotipado la sonrisa, con la bolsa de hule bajo el brazo, y su regreso, hacia el mediodía, con la bolsa que aún parecía vacía, a pesar de que ya contenía alguna cosa, tampoco suscitaban la menor curiosidad.

Ni la llegada de aquel automóvil regio y austero, grave y solemne, con matrícula de la Santa Ciudad del Vaticano; ni la aparición de aquel viejo altísimo que enseñaba unas piernas como palillos, enfundadas en unas medias de seda negra sobre unos escarpines con hebillas de plata y cuyos calzones ponían de relieve, en vez de disminuirla, la exagerada flacura de los muslos, con las mangas y el busto completamente bordados y galoneados en oro, con la espada al costado; y la capa, desde los hombros hasta el talle, formando las alas de una mariposa; y la gran federica, con cien pliegues en torno al cuello, que daba la sensación de asfixiar su rostro; y en la cabeza, la peluca rematada por la parábola de una pluma blanca de avestruz, y con cuyo atuendo el Príncipe de San Esteban alcanzaba una estatura inaccesible; y su rostro, blanco y caballuno, que ejercía la misma fascinación y decaimiento que ciertos cuadros expuestos en las galerías donde se custodian los tesoros del Renacimiento, y que obligan a permanecer ante ellos mudo y obstinado; ni cuando «Doña Celeste» aparecía en el zaguán media hora antes, esperando, trémula y ansiosa, con las manos



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