Robo by Ann-Helén Laestadius

Robo by Ann-Helén Laestadius

autor:Ann-Helén Laestadius [Laestadius, Ann-Helén]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2021-01-01T00:00:00+00:00


44 – Njealljeloginjeallje

Aunque ya estaba comenzando a oscurecer en Jokkmokk, cada vez había más gente alrededor de los puestos del mercado. A principios de febrero se hacía de noche poco después de las tres. La oscuridad ya ocupaba una gran parte de las horas del día. Aquel había sido un día claro, pero no tan frío como el anterior, en que el termómetro había rozado los veinticinco grados bajo cero. Era todo un arte vestirse para el mercado, y estar abrigada a la vez que elegante. Los trajes tradicionales, las botas samis y los chales de lana, que proporcionaban un calor extra, hacían que los turistas se volvieran para mirar a Elsa y Anna-Stina.

Hacía ya un par de horas que había terminado la caravana de renos, y las carreras se habían celebrado en las riberas del lago Dálvaddis. Salía vapor de los puestos donde vendían kebab de suovas o hamburguesas. La artesanía más renombrada, la duojárat, se vendía a cubierto en el centro educativo sami. Era viernes y la actividad era febril. Las joyas de plata brillaban en las vitrinas o colgadas en composiciones de madera de lo más imaginativas. Liinnit, chales con flecos o sin ellos. Arte. Duodji, artesanía sami con sello de autenticidad.

Elsa y Anna-Stina se abrieron paso entre el resto de los visitantes en las escaleras de camino a la planta baja. Se encontraron con unos primos y se abrazaron, prometiendo que se verían por la tarde en el baile sami. Acababan de bajar el último peldaño de las escaleras cuando una mujer de mediana edad extendió los brazos delante de ellas y esbozó una amplia sonrisa.

—¡Pero qué ropa tan bonita! ¿Puedo sacar una foto?

Sin esperar respuesta, cogió el móvil y las miró sonriendo. Le pidió a su marido que le sujetara las bolsas.

—Un poco más juntas, así. ¡Qué trajes samis más maravillosos!

Anna-Stina sonrió y se puso la mano en la cadera. Elsa suspiró e intentó forzar una sonrisa. Era la tercera vez que las habían parado para fotografiarlas.

—Deberíamos empezar a cobrar —le susurró a Anna-Stina cuando finalmente pudieron seguir adelante.

Un fuerte murmullo llenaba el local, que no tenía una acústica lo suficientemente buena para soportar tal cantidad de voces. Elsa se sintió aturdida por el ruido. Llevaba meses pensando en el mercado, pero ahora estaba allí sintiendo que le gustaría estar en otro lugar. Los observó, podía catalogar a cada persona. Los importantes se paseaban con sus trajes samis, en los que habían cosido hasta el último detalle; en las orejas se mecía la plata y en el pecho tintineaba el risku. Los menos importantes, los que no sabían el idioma y buscaban con la mirada, tocaban con cuidado los chales colgados en perchas y querían comprar, pero dudaban. Y luego los demás, los que querían sacar fotos, los que desconocían las jerarquías, los que habían tomado el tren nocturno hasta Boden y después el autobús, los que habían viajado en autocares turísticos o habían venido con su propio coche. Los que solo admiraban y probablemente nunca reflexionaban.



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