El arpa de hierba by Truman Capote

El arpa de hierba by Truman Capote

autor:Truman Capote [Capote, Truman]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1945-01-01T00:00:00+00:00


5

El día siguiente, que era miércoles y primero de octubre, no lo olvidaré jamás.

Todo empezó mal: Riley me despertó al pisarme los dedos y Dolly, que ya estaba despierta, insistió en que le pidiera disculpas por maldecirle. La cortesía, me dijo, es mucho más importante por la mañana que a cualquier otra hora del día, sobre todo cuando se convive en un alojamiento tan reducido como el nuestro. El reloj del juez, que continuaba pendiendo de la ramita como una pesada manzana de oro, nos dijo que eran las seis y seis. No sé quién tuvo la idea, pero desayunamos naranjas, galletas saladas y salchichas frías. El juez afirmó con un gruñido que nadie puede sentirse completamente humano antes de haber tomado una taza de café caliente. Estuvimos de acuerdo en que el café era precisamente lo que todos más echábamos de menos. Riley se ofreció voluntario para ir en su coche a la ciudad y traerlo; al mismo tiempo, tendría oportunidad de fisgonear un poco y enterarse de lo que pasaba. Sugirió que podía acompañarle.

—Nadie podrá verle si se agacha y se queda escondido en el asiento.

Aunque el juez objetó que aquello era una locura, Dolly intuyó que yo deseaba ir. Siempre ansié acompañar a Riley en su coche; ahora que la oportunidad se me ofrecía me sentía excitadísimo, pese a la perspectiva de que nadie lo vería.

—No me parece mal que vayas —dijo Dolly—. Pero tienes que cambiarte la camisa. En el cuello de la que llevas podrían plantarse nabos.

La pradera estaba sin voz, ni rumor de faisanes, ni agitación furtiva alguna. Las puntiagudas hojas de la hierba estaban aguzadas y tenían el color rojo sangre de las flechas tras una batalla, y se rompían bajo nuestros pies con un crujido seco cuando rodeábamos la colina hacia el cementerio. Desde allí la vista era magnífica. La temblorosa superficie sin límites del bosque de River y, más allá de la esbelta torre del edificio de los tribunales y de las chimeneas humeantes del pueblo, casi cien kilómetros de tierras cultivadas, ondulantes, salpicadas de molinos de viento. Me detuve junto a las tumbas de mis padres. No solía visitarlas con frecuencia, me deprimían las lápidas, frías, pétreas… tan distintas de todo lo que yo recordaba de ellos, su vitalidad, los llantos de mi madre cuando mi padre se marchaba a vender sus frigoríficos, cómo él corrió desnudo a la calle cuando ella murió. Me hubiera gustado tener flores para ponerlas en los jarrones de terracota que estaban tristemente vacíos sobre el mármol rayado y sucio. Riley me ayudó; cortó unos capullos de un rosal de China, y mientras contemplaba cómo yo los arreglaba me dijo:

—Me alegro de que tu madre fuera una mujer tan buena. No encuentras más que zorras por todas partes.

Me pregunté si se refería a su propia madre, la pobre Rose Henderson, que le obligaba a saltar a la pata coja por el jardín de su casa recitando la tabla de multiplicar, aunque me parecía que Riley había superado ya esos duros días.



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