La lluvia amarilla by Julio Llamazares

La lluvia amarilla by Julio Llamazares

autor:Julio Llamazares [Llamazares, Julio]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1988-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 9

En realidad, y pese a mis esfuerzos por mantener vivas sus piedras, Ainielle está ya muerto desde hace mucho tiempo. Lo estaba ya cuando Sabina y yo quedamos solos en el pueblo y antes, incluso, de que murieran o se fueran nuestros últimos vecinos. Durante todos estos años, no quise —o no podía— darme cuenta. Durante todos estos años, me resistí a aceptar lo que el silencio y las ruinas me mostraban claramente. Pero, ahora, sé que, con mi muerte, ya sólo morirán los últimos despojos de un cadáver que sólo sigue vivo en mi recuerdo.

Visto desde los montes, Ainielle continúa conservando, pese a todo, la imagen y el perfil que tuvo siempre: la espuma de los chopos, los huertos junto al río, la soledad de sus caminos y sus bordas y el resplandor azul de las pizarras bajo la luz del mediodía o de la nieve. Desde los robledales del camino de Berbusa o desde la collada del monte Cantalobos, las casas aparecen todavía tan lejanas, tan difusas e irreales entre el polvo de la bruma, que nadie podría nunca imaginar, al descubrirlo en la distancia, junto al río, que Ainielle ya es tan sólo un cementerio abandonado para siempre y sin remedio a su destino.

Yo he vivido día a día, sin embargo, la lenta y progresiva evolución de su ruina. He visto derrumbarse las casas una a una y he luchado inútilmente por evitar que ésta acabara antes de tiempo convirtiéndose en mi propia sepultura. Durante todos estos años, he asistido impotente a una larga y brutal agonía. Durante todos estos años, he sido el único testigo de la descomposición final de un pueblo que quizá ya estaba muerto antes incluso de que yo hubiese nacido. Y hoy, al borde de la muerte y del olvido, todavía resuena en mis oídos el grito de las piedras sepultadas bajo el musgo y el lamento infinito de las vigas y las puertas al pudrirse.

La primera en cerrarse había sido la de Casa Juan Francisco. Hace ya muchos años, cuando yo todavía apenas era un niño. De la casa recuerdo su vieja portalada, los balcones de hierro, el huerto donde, a veces, solíamos escondernos en nuestras correrías y juegos infantiles. De la familia, solamente los ojos de una hija. Recuerdo exactamente, sin embargo, el día en que marcharon: una tarde de agosto, por la senda de Broto, con los baúles y los muebles atestando el carro de las mulas. Yo estaba con mi padre en el puerto de Ainielle, cuidando las ovejas. Sentados en la hierba, les vimos pasar cerca de nosotros, entre los aliagares, y perderse en la tarde camino de Escartín. Recuerdo que mi padre permaneció en silencio largo rato. De espaldas al rebaño, miraba hacia el camino como si ya entonces supiera lo que, a partir de aquella tarde, habría de ocurrir. Yo sentí, de repente, una enorme tristeza y, tumbado en la hierba, comencé a silbar.

La marcha de los de Casa Juan Francisco fue el comienzo



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