Miss Merkel. El caso del jardinero enterrado by David Safier

Miss Merkel. El caso del jardinero enterrado by David Safier

autor:David Safier [Safier, David]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2022-03-01T00:00:00+00:00


34

—Habría preferido los fantasmas —aseguró Mike suspirando mientras el comisario Hannemann tomaba declaración a los satanistas, asombrado de que su colega, Martin, formara parte de ellos.

Precisamente llamaron a la Funeraria Borscht, y Ralf y Merle Borscht, con una serenidad asombrosa, trasladaron a una bolsa negra los restos calcinados de Charu Benisha para llevarlos al departamento de anatomía patológica. El espantoso olor a quemado cubrió el cementerio como si de una campana se tratase. Achim y Mike, blancos y conmocionados junto a la estatua del arcángel, lidiaban con las náuseas. Dio la impresión de que, a partir de ese día, hasta Putin preferiría llevar una dieta vegetariana. El estómago de Angela, en cambio, era robusto. En su vida había soportado muchos olores desagradables, como por ejemplo el fuerte perfume almizclado de Lukashenko, el presidente de Bielorrusia, del que solo cabía dar gracias por que cerca no hubiese ningún almizclero con ganas de aparearse. O el de los veintisiete jefes de Estado después de una noche entera trabajando sin descanso durante una reunión de urgencia de la UE. O incluso el de los calcetines de Achim tras cuatro semanas haciendo senderismo.

Angela observaba a Peter Kunkel, que estaba sentado en los escalones tiznados del mausoleo, inmóvil y completamente abatido. No parecía alguien que acabara de hacer saltar por los aires a su amante. O era del todo inocente de la muerte de Charu Benisha —y, por tanto, era probable que también de la del jardinero, aunque Angela todavía no supiera cómo estaban relacionados ambos asesinatos— o era un actor extremadamente bueno y de lo más ducho. Como su buena amiga Pia von Baugenwitz, a la que Angela había metido entre rejas hacía unas semanas.

El comisario Hannemann se acercó a Angela.

—Seguro que ahora querrá usted tomarme declaración. —Angela habló primero.

—No —repuso Hannemann.

—¿No? —inquirió ella asombrada.

—El caso está claro.

—¿Que el caso está…? —repitió Angela, más asombrada aún.

—Claro. ¿Tiene algún problema de oído?

—¿Lo ha resuelto usted? —Para Angela esa idea era tan inconcebible que pasó por alto la impertinencia.

—En efecto.

Angela no se lo podía creer. Ese cerebro de mosquito llevaba media hora escasa en el lugar de los hechos, ¿cómo podía haber descubierto a un asesino?

—¿Y? —preguntó.

—¿Y qué?

—¿Quién es el asesino?

—¿Asesino?

—Sí, ¿quién es el asesino? —Angela rara vez fantaseaba con la violencia, pero a ese desastre de comisario le habría gustado enviarlo a una manifestación de negacionistas del coronavirus y gritar: «¡Este hombre fabrica los chips para Bill Gates!».

—No hay ningún asesino.

—¿Cómo? —Angela no daba crédito.

—Tiene un problema, y morrocotudo, de oído.

—Y usted, nada entre las orejas.

—Un respeto, señora.

—¡Esa mujer ha explotado! —Angela tuvo que contenerse para no zarandear a Hannemann.

—La antorcha estaba defectuosa.

—Que la antorcha estaba… ¿qué?

—Conozco a un buen otorrino en Templin que le sacará el cerumen en un abrir y cerrar de ojos. También lleva muy bien la consulta, no hay que esperar mucho…

—¿Cómo que la antorcha estaba defectuosa? —lo cortó Angela.

—Me lo ha explicado Martin. —Hannemann señaló al aspirante a comisario, que en ese preciso momento se marchaba con Peter Kunkel y le pasaba un brazo por los hombros.



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