Robespierre by G. Lenotre

Robespierre by G. Lenotre

autor:G. Lenotre [Lenotre, G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1965-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo IV

EL DESQUITE DE ROBESPIERRE

Aunque sus colegas de la Convención se negasen a ser sus turiferarios, Robespierre no se veía privado de incienso. Su correo diario le traía bocanadas de incienso de todos los puntos de Francia: un incienso de calidad inferior, pero con el que se embriagaba no obstante, puesto que conservaba aquellas necedades, fruto de ingenuos, si no de comediantes, cuyos movimientos de incensario carecían de delicadeza: «Admirable Robespierre, antorcha, columna, piedra angular del edificio de la República Francesa, ¡salud[18]!» «La corona y el triunfo se os deben y os serán otorgados en espera de que el incienso cívico humee ante el altar que os elevaremos un día[19]…» Un corresponsal le comparaba con «un águila que planea en los cielos»; otro adoptaba devotamente la forma de las letanías: «Esclarecido miembro de la montaña, genio incomparable, protector de los patriotas, que todo lo ve, todo lo prevé, desbarata todos los peligros…» Unos padres a quienes la naturaleza había regalado un hijo avisaban al Incorruptible que habían osado cargar al recién nacido «con el peso de su nombre ilustre». Una viuda, más práctica, le ofrecía su fortuna y su mano: «Desde el comienzo de la Revolución estoy enamorada de vos, pero antes me hallaba encadenada y supe vencer mi pasión… Vos sois mi divinidad suprema… Os miro como ángel tutelar mío…»

A la noticia del atentado de que estuvo a punto de ser víctima el hombre sin igual respondió un concierto de lamentaciones y gritos de rabia: un milagro del Ser Supremo le había salvado del puñal de aquella nueva Corday. «La historia jamás pintará tanta virtud, talento y valor. Doy gracias al Ser Supremo, que ha velado sobre vuestros días»… Incluso la comuna de Marion «se arrojó a sus pies y le anunció que había cantado un Te Deum en su honor». Nunca Luis XIV, con toda su gloria, había recibido de su pueblo testimonios de más loca adulación.

El aparente éxito de la Fiesta del Ser Supremo multiplicó todavía las manifestaciones de aquel culto, que cobró las más singulares formas. La gente del campo no comprendía nada del dios perfeccionado que se instauró por decreto del 18 de Floreal. Creía simplemente en un retorno a la antigua religión y no era raro ver a la gente «asistiendo a la ceremonia con el misal y el rosario». En Charonne, los organizadores no habían sabido hacer cosa mejor que instalar una pila de agua bendita en el altar erigido a la nueva divinidad. Y en el mismo París algunos imaginaban que la Revolución había terminado. Las arrabaleras se trasladaron a Châtillon con ramos que ofrecían a los ex nobles, según la antigua costumbre del Mercado, diciéndoles: «Mi corazón, mi rey, debo abrazarte», y felicitándoles por la protección que el Ser Supremo concedía a Robespierre. ¿Acaso no había tenido éste la idea, por lo menos absurda, de sacar al obispo constitucional Le Coz de las prisiones del monte Saint-Michel y llamarle a París para darle un papel en la ceremonia pagana del Campo



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