Resurección by Alonso Ana & Pelegrín Javier

Resurección by Alonso Ana & Pelegrín Javier

autor:Alonso, Ana & Pelegrín, Javier [Alonso, Ana & Pelegrín, Javier]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Juvenil, Fantasía, Romántica
editor: Viceversa
publicado: 2011-01-01T23:00:00+00:00


Capítulo 7

—Hemos llegado, Jana.

Jana abrió los ojos bruscamente y vio el rostro de Erik justo por encima del suyo.

Durante unos segundos se quedó mirándolo desorientada, convencida de que se trataba del verdadero Erik. Luego recordó a Edgar, recordó dónde estaban. Al menos, dónde estaban cuando ella se durmió… ¿Cómo pudo dormirse en medio de aquel océano sobrenatural, justo después de haber visto aparecer flotando, como en una pesadilla, el rostro de porcelana de Urd?

—Hace… hace mucho calor —murmuró, sentándose en el banco.

Todavía se encontraban a bordo de la lancha. Pero en lugar de un mar embravecido, los rodeaban las aguas turquesas de una playa tropical bordeada de altísimas palmeras y de otros árboles con grandes flores naranjas y violetas que no supo identificar.

—¿Aquí es adonde veníamos? —preguntó.

Stanislav, encorvado sobre una especie de mapa antiguo un poco por detrás de Edgar, levantó los ojos hacia ella y gruñó algo ininteligible.

—No hay otra orilla, Jana —dijo el rey—. Tiene que ser aquí…

—¿Habíais venido antes? Nada de todo esto parece sorprenderos demasiado…

—Yo vine hace un par de meses, pero no pude desembarcar —dijo Railix, que había saltado al agua y ayudaba a Edgar a dirigir la embarcación hacia la arena procurando que no se dañase el casco—. Algo falló en el último instante. Vi la isla, las palmeras, esa pared volcánica… Y luego, no sé cómo, me encontré medio ahogado junto a ese condenado tiovivo de feria. Había tragado mucha agua, pero no lo recuerdo. Esta vez ha salido mejor…

—Por ahora —precisó Stanislav—. Este sitio huele a muerte, con toda su luz y sus colores.

El ruso tenía razón. Desde la playa llegaba un extraño olor a flores podridas, a frutas descompuestas. Y había algo más raro aún: el silencio… No se oían gaviotas, ni el zumbido de ningún insecto, ni el ruido del viento en las copas plumosas de las palmeras. Nada… La playa parecía un acartonado paisaje de tarjeta postal.

—¿Es real? —preguntó Jana, más para sí misma que para los demás—. No puede ser real…

—Las ruinas están por allí —dijo Stanislav—. Dirección norte-noroeste… Justo donde hay más árboles… No será fácil avanzar.

Desembarcaron como en un sueño y atravesaron la arena blanca que ardía bajo sus pies hasta llegar al borde de la jungla. Stanislav, con el mapa en la mano, se había puesto a la cabeza del grupo; detrás iba Railix, y Jana y Edgar cerraban la marcha.

Empezaron a avanzar bajo la carpa verde que formaban las copas de los árboles. Ni un chillido, ni un crujido, ni el más leve rumor perturbaba la calma sobrenatural de aquel lugar. El ruso le había dado el mapa a Railix e iba abriéndose paso con un viejo y oxidado cuchillo de monte, cortando lianas y arbustos para crear una especie de senda donde no la había. Porque aquella selva era tan densa y tupida como si jamás la hubiese pisado un ser humano…

Después de hora y media de marcha, empezaron a ensancharse las distancias que los separaban a unos de otros. Cada uno necesitaba avanzar a su ritmo, y eso impedía mantener la cohesión del grupo.



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