Que nadie duerma by Juan José Millás

Que nadie duerma by Juan José Millás

autor:Juan José Millás [Millás, Juan José]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2018-02-15T05:00:00+00:00


11

Se hallaban cerca de Legazpi, donde, según el pasajero, había un restaurante chino siempre lleno de asiáticos, lo que certificaba su autenticidad.

—Preparan de cine el bogavante al jengibre —añadió—. El problema será aparcar.

—No se apure, ahí mismo hay un parking público —dijo Lucía.

Desde el momento en el que la mujer aceptó la invitación del cliente, se creó dentro del coche una tensión generada por las expectativas sexuales del periodista económico, de cuyo control se hizo cargo Lucía como el copiloto de los mandos del avión cuando el piloto sufre un infarto. No es que ella careciera de expectativas, pero funcionaban sin la urgencia que se apreciaba en las de él. En consecuencia, la conversación perdió intensidad y el periodista comenzó a observar la nuca desnuda de Lucía y el perfil de su rostro de un modo valorativo. Iba con sus ojos de una zona a otra de las partes visibles, desde su posición, del cuerpo de la mujer (el hombro derecho, los brazos y las manos, que mantenía sobre el volante) como el que calcula el peso o las cualidades de una mercancía. Siempre era así, pensó ella.

Cuando llegaron al parking y Lucía bajó la bandera para cobrarle, el hombre sacó la tarjeta de crédito, pero inmediatamente, cuando ya casi estaba en las manos de Lucía, la retiró para pagar en metálico.

—¡Qué golfo eres! —dijo ella descendiendo violentamente al tuteo, evitado hasta entonces por parte de los dos.

—¿Y eso? —preguntó el hombre, azorado.

—¿Prefieres no dejar rastros por lo que pueda pasar?

—¿Qué dices?

—Digo que esto es un taxi, no un burdel. Aunque tu mujer te revise las facturas de la tarjeta de crédito, no encontrará nada extraño.

El hombre no dijo nada, pero se ruborizó visiblemente mientras sacaba un billete de cincuenta euros.

—¿No tienes nada más pequeño? —dijo ella.

—No, lo siento.

—Vale, pues me dejas sin cambio. No importa, pero que se te meta en la cabeza que estás pagándome la carrera del taxi, no otra cosa.

—Ya lo sé, mujer.

—Por si acaso.

Salieron del coche y subieron las escaleras del parking andando porque el ascensor no llegaba. Cuando alcanzaron la calle, pese al frío, la presencia del sol resultaba abrumadora. Mientras se dirigían al restaurante, el hombre pidió perdón por lo de la tarjeta de crédito.

—Ha sido una reacción instintiva —dijo.

—¡Menudos instintos tienes tú! ¿Cómo te llamas? Si lo prefieres, me puedes dar un nombre falso.

—Ricardo, en serio.

—¿Y tu mujer?

—Mi mujer da lo mismo —dijo él.

Lucía percibió que el tal Ricardo iba mostrándose más frío a medida que se acercaban al restaurante.

—Te ha comido la lengua el gato —dijo—. Si no estás de ánimo, lo dejamos aquí. Mira, como ya tienes mi teléfono, me llamas otro día, cuando necesites un servicio. Si ese día vas con tiempo, te invito a comer yo.

El hombre se detuvo. Dijo:

—Creo que me estás maltratando por el hecho de que me has gustado.

—No es por haberte gustado —dijo ella—, yo siempre gusto, estoy acostumbrada, es porque cuando has olido la oportunidad de sexo te has puesto mezquino. Hay hombres a los que el sexo pone generosos y hombres a los que pone mezquinos.



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