Para siempre en tus brazos by Ruth M. Lerga

Para siempre en tus brazos by Ruth M. Lerga

autor:Ruth M. Lerga [Lerga, Ruth M.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Romántico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-06-17T00:00:00+00:00


Capítulo 6

Cuando recuperó el sentido, la frente de su esposo estaba apoyada sobre la suya, sudorosa, y con sus grandes manos le acariciaba el cabello con ternura.

—Tendré que examinar con detenimiento quién ha torturado a quién.

Y con un dulce beso, se apartó de la cama y recogió sus ropas.

No era tan inocente como para ignorar que un hombre con los calzones puestos no podía haberse aliviado.

—Tú no…

Seguía sin encontrar una palabra que definiera lo que había pasado, se dijo abochornada, a pesar de haber permitido que ocurriera, de haber suplicado con su cuerpo que ocurriera.

La miró con arrepentimiento.

—Hoy no lo merecía, mi señora.

Y sin decir más, pretendió marcharse por donde había venido, con el pecho lleno de calor, y la tranquilidad de saber que su deseo sería sobradamente saciado la noche siguiente.

Otra mujer con más conocimiento sobre lo que sucedía en el tálamo nupcial hubiera comprendido las palabras de su esposo y se hubiera sentido halagada, respetada incluso por su salida. Pero Amanda no era una esposa conocedora de nada, y que su marqués acudiera a buscar un heredero y se marchara sin quitarse los calzones siquiera la hizo sentir humillada.

Entendió, sin saber en qué forma, que había recibido alguna lección que se le escapaba en su ignorancia, que él se había reído de ella, demostrándole su capacidad para domar su cuerpo, tal y como hiciera años antes. Lo odió por ello y se odió por esa misma debilidad, por seguir considerándolo un hombre apuesto, capaz de llevarla al límite de la resistencia de su, al parecer, pecaminosos deseo. Pero no tendría su corazón, se juró.

Respondió pretendiendo humillarlo, queriendo que se marchara tan mortificado como se sentía ella. Y tuteándolo como él había hecho. Tal vez Rodrigo lo hiciera considerando que, tras la intimidad compartida, se había ganado el derecho a dicha intimidad. Ella lo haría porque él había perdido su respeto.

—Tampoco lo merecías en nuestra noche de bodas, mi señor, y aun así lo tomaste igualmente.

Dio en el centro de la diana. El marqués abandonó cualquier buena intención y en dos zancadas estaba de nuevo en la cama. Los ojos de ella, retadores, hicieron que la comezón de sus pantalones se inflamara más, al ritmo que lo hacía su enfado. Tomó el camisón roto del suelo y el brazo de su esposa y, sin dificultad, tomándola por sorpresa, la ató al poste más cercano. Con un brazo ya inmovilizado, el otro corrió la misma suerte prácticamente sin oponer resistencia.

—¡Maldito seas si…!

Le puso la mano en la boca, ahuecada, asegurándose de no ser mordido. Su voz sonó suave pero implacable.

—Si levantas la voz te amordazaré. Nadie osará cruzar el umbral de esa puerta esta noche, pero no seré la comidilla de palacio mañana.

Creyéndolo capaz de taparle los labios con un retazo de su camisón, se mantuvo en silencio en la medida de lo posible. Pero pateó durante minutos, hasta que fue vencida y se encontró desnuda y atada a los cuatro postes de la cama, completamente expuesta.

Rodrigo estaba tan excitado como molesto, una sensación nueva para él.



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