Orchilla El Faro del Fin del Mundo by Joaquín Peña Manzano

Orchilla El Faro del Fin del Mundo by Joaquín Peña Manzano

autor:Joaquín Peña Manzano
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama, Histórico
publicado: 2007-01-01T00:00:00+00:00


Treinta y dos

Flotaban sobre de un agua durmiente, detenida, igual a la de un estanque. Con aquel infinito en calma, cualquier sonido, incluidas sus voces, aumentaban significativamente. También los herrajes y motones de La Cantinela crujían con lastimeros lamentos. El esparto de los cabos rechinaba rozando las guías, los mosquetones metálicos y las cornamusas de madera. En el cielo no había ni la más mínima transparencia. Las amenazantes nubes de por la tarde se habían confabulado para cerrar la noche, como si un negro telón hubiese caído del cielo ocultándolo todo a su alrededor. No querían encender los fanales de la nave. Asimismo todos permanecían quietos, casi sin respirar, tensos. Sus corazones palpitaban con fuerza. Se mantuvieron por espacio de una hora en esa situación. Súbitamente el crujido que produjeron las tablas al ser arrancadas de cuajo les hizo cambiar el semblante. Sonó igual que cien cartuchos de pólvora lanzados contra la nave. Finalmente habían encallado.

Ahora la calma contenida se transformó en la mayor y más irreprimible ola de gritería oída por toda la Macaronesia. Los niños en la bodega se quejaban con desgarradores chillidos. El agua entraba a borbotones a través de una de las cuadernas que con el maléfico golpe se había abierto en canal. La vieja nave no pudo ya resistir tanto desperfecto. Rendida y maltrecha, como un animal herido con las entrañas al aire, quedó varada sobre la arena por su costado de estribor. En pocos minutos el agua fue tomando posiciones. Las cajas y los ovillados fardos de mercancías empezaron a flotar en cuestión de segundos, como si unos largos e invisibles pies las llevaran de aquí para allá. Al entrar con más fuerza el agua, las pesadas barricas y los redondos toneles de agua dulce, ahora completamente vacíos, eran arrastrados con furia contra el fondo del barco igual que simples palitroques. Todo rodaba y se movía de sitio. Las camaretas y coyes de los viajeros tomaban rumbos distintos, cuan mullidos barcos a la deriva, dentro de aquella mar interior que en pocos minutos se hizo intransitable.

Los ocupantes fueron subiendo a la cubierta principal. Se iban reuniendo en el rellano cerca del castillete de popa. Primero subían los niños pequeños, asustados y sin dejar de llorar, con sus caras llenas de frío, llenas de espanto. Luego fueron subiendo los hermanos mayores. Estos tenían el rostro demacrado. Después las mujeres y, por fin, los hombres, que permanecían abajo ayudando a subir a los demás. Componían, unos detrás de otros, una larga fila solidaria. En espaciosas parihuelas fabricadas con cabos y gruesa tela marina sacaron a Terencio. Fue una tarea algo complicada. Terencio era un hombre de gran talla que, además, pesaba demasiado. Lo tuvieron que sacar del barco entre seis hombres. Timbarombo momentos antes le había restañado la herida con el filo de una navaja al rojo vivo para cortar la hemorragia, costumbre aprendida en su país.

Las dos embarcaciones auxiliares que le quedaban a La Cantinela, y que aún estaban en buen estado, fueron botadas al agua.



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