Ocaso y fascinación by Eva Baltasar

Ocaso y fascinación by Eva Baltasar

autor:Eva Baltasar [Baltasar, Eva]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2024-04-04T00:00:00+00:00


* * *

Las nueve y media de la mañana. La calle Nàpols, a esa altura, estaba particularmente frondosa. La fachada clara, con forja roja en los estrechos balcones y en el cierre de las ventanas. Los árboles que, cansados de vivir, se apoyaban en ellas. Dentro, un vestíbulo impecable hasta el punto de parecer gastado por tantas horas de pasarle la bayeta. Porque la suciedad afea, pero puede ser una forma de conservación. La limpieza es agradable, pero comporta un sacrificio, el desgaste de las superficies que se frotan. En aquel momento, para mí la limpieza era un aspecto que afectaba exclusivamente a la porquería. Mi trabajo consistía en eliminarla, en restaurar los escenarios que el trasiego de la vida se empeñaba en soterrar. De alguna manera se podría considerar un trabajo que aspiraba a la pureza, y tener presente esta referencia era provechoso, porque me pacificaba.

Subí a pie al primer piso y giré la llave en la cerradura. El pi, pi de la alarma. Leí el código que llevaba escrito a bolígrafo en la palma de la mano y lo reproduje en el teclado de la cajita que había al lado del interfono. Seis dígitos. Una fecha de nacimiento. Cerré la puerta, encendí la luz y me quedé quieta un momento. Respiré el aire cerrado, el olor concreto de la casa, una mezcla única compuesta de ropa limpia y ropa sucia, de cocina y basura, de suelas de zapatos, de cuerpos ausentes, de muebles y paredes, de jabones, de conversaciones, de café, de detergentes. Es imposible reproducir el olor de una casa en otro sitio. El aroma propio de un hogar tiene un ingrediente secreto, como los perfumes.

Era la segunda vez que ponía los pies en ese piso. Había ido la tarde anterior. La propietaria tenía el pelo rizado, del color del fuego. Llevaba una camisa entallada, pantalones anchos y zapatillas. Los botones de la camisa se le tensaban sobre las carnes y entraban ganas de tocarla. Me enseñó toda la casa. Gesticulaba. «Esto es la cocina», y hacía un amplio saludo, como de bailarina, que comprendía las superficies de trabajo, los quemadores, el monumento de los cubos de reciclaje y la gran nevera y congelador. «Esto es el cuarto de baño de invitados». Daba vueltas por su casa como si fuera una pista. El lavadero. Más allá, la sala. Entramos en un pasillo de paredes blancas, manchadas a la altura del lomo de un perro. Entramos en todas las habitaciones. Salimos a una terraza enorme que daba a la parte de atrás, en la que se pudrían una mesa, cuatro sillas y un tiesto de plástico con un arbolucho. Volvimos dentro. Otro cuarto de baño y otro más, el estudio, el vestidor. Tenía prisa y dijo que se alegraba mucho de que Trudi le hubiera pasado el contacto de una persona de confianza. Esa persona era yo. ¡Era yo! Según lo dijo me entró la risa. Hacía tiempo que no tenía tanta sensación de libertad. Dijo que pagaba a ocho euros la hora y volvió la cara.



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