Meteoro y el señor Conejo by Iván Ferreiro

Meteoro y el señor Conejo by Iván Ferreiro

autor:Iván Ferreiro
La lengua: spa
Format: epub
editor: HarperCollins Ibérica S.A.
publicado: 2023-02-14T11:13:37+00:00


A veces el tiempo se ralentiza tanto que casi se detiene; por ejemplo, cuando mi tofu cerebral se vio en peligro de muerte y, ante el empujón invisible que me lanzó violentamente hacia atrás, registró sin embargo una imagen estática, una fotografía en alta definición grabada para siempre en la retina que me permitió apreciar mil detalles insignificantes incluso a través del panti: la pequeña quemadura del brazo del sofá; la factura del gas sobre la mesa; un frutero con naranjas; lo mucho que Rubén se parecía a Leiva, con sus ricitos despeinados, igual que Sabina, igual que Calamaro…

Mientras mi cuerpo estupefacto volaba como a cámara lenta, no pude evitar pensar que tal vez Leiva también sentía en esos momentos cierto alivio al constatar que Rubén estaba más loco que él, aunque lo evidente para mí durante aquel instante revelador fue que, si los tres participásemos en una competición de chalados, yo ganaría el bronce, a pesar de mi vida de anarquía y perdición.

La frenética actividad se reanudó cuando mi cuerpo cayó a plomo y sentí fuegos artificiales en los pulmones, o más bien se instaló en mi pecho todo el fuego del infierno.

—¡Iván! —Leiva me arrancó la media de la cabeza.

—¡Hostia, joder! ¡Hostia, joder! —Rubén, por su parte, decidió abofetearme a pesar de que yo estaba consciente.

Creo que gemí de dolor, pero no estoy seguro, porque aquellos dos seres malignos comenzaron a discutir a gritos y a insultarse el uno al otro para determinar quién poseía mayor grado de culpabilidad en aquel despropósito.

—¡Lo has matado! —chilló Leiva.

—¡No digas tonterías! ¡Es una escopeta de perdigones, joder!

—¡Maldito cabrón! ¿Cómo se te ocurre?

—¡Es el colmo! ¿Quién entró por mi balcón con un puto pasamontañas?

—¡Pero ya sabías que éramos nosotros!

—¡Lo sabe toda la calle, gilipollas! ¡Hablabais a grito pelado! Menudo par de ineptos.

—Entonces, ¿por qué has disparado?

—¡Porque os lo merecíais! ¡¿De qué coño vais con este jaleo?!

—¡Te voy a partir la cara, hijo de puta! ¿Qué le has hecho a mi gato?

—¡No sé de qué cojones me estás hablando!

—¿Y dónde está la Gibson?

—¡No me menciones la Gibson o te rompo los morros!

Mi vida estaba en peligro. Necesitaba ayuda urgente, pero no la iba a conseguir de aquellos dos energúmenos que se enzarzaron en un revoltijo de piernas y brazos escuálidos, peleándose como cuando iban juntos al instituto. Durante una eternidad los vi forcejear y gruñir por el suelo enzarzados en su disputa personal, mientras yo me despedía tranquilamente de las estrellas y las nubes, escuchando un ladrido en alguna parte y una sirena estroboscópica cada vez más cerca, una especie de nana adormecedora que sonaba ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no…

—¡Calla! —Rubén se llevó el dedo a los labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Leiva.

—Escucha.

Ambos se miraron a los ojos como sin verse, aguzando el oído.

—Alguien habrá llamado a la policía, digo yo… —sugerí en un murmullo agonizante.

—¿En Alameda? —dijeron a la vez.

Cerré los ojos de puro odio y extenuación, rogando que irrumpieran allí los marines.

—¡Iván, no te duermas…! —Me zarandeó Leiva.

—Llevémoslo a la cama —sugirió Rubén.



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