Memorias del condado de Hécate by Edmund Wilson

Memorias del condado de Hécate by Edmund Wilson

autor:Edmund Wilson
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
publicado: 1941-12-31T23:00:00+00:00


IV

Pero el incidente aumentó mi respeto por ella y me impelió a tomarla más en serio. Nuestra relación tenía ahora una base muy firme. En algunos sentidos yo dependía de Anna. Pensaba que me conocía de verdad, algo que Imogen nunca había hecho. Para Imogen yo solo había sido un personaje de un imaginario amor romántico que había vivido, el hombre con quien había soñado fugarse desde que se casó con Ralph; pero para Anna yo era una persona real cuya conducta y personalidad podía observar y juzgar como las de otras personas. Me reprendía de aquella manera suya tan directa cuando yo había bebido demasiado en una de sus visitas, y siempre sabía al instante y se inquietaba cuando yo tenía los nervios en tensión. Y al mismo tiempo comprobé que podía hablar con ella de cosas que al principio nunca había mencionado: las divergencias entre miembros de mi familia, la lucha por el poder en el museo, el fantástico comportamiento de mis amigos. Siempre que se trataba de relaciones, ella entendía perfectamente; y de sus comentarios y preguntas deduje que se hacía de mis asuntos una idea bastante exacta. Cuando le enseñaba fotos de cuadros, iba derecha a las figuras humanas y comentaba sus rasgos físicos y su carácter probable. Vio rabinos en el Greco, camareros en Grosz, mediterráneos y gánsteres y maricas en los grupos del Renacimiento italiano. Contemplaba con una atención silenciosa los retratos de los caballeros y las damas más nobles; y me dio ciertos celos su interés por un soldado de Velázquez una noche en que la dejé un momento para prepararle una copa y descubrí que lo había estado remirando. Lo que yo menos me había esperado, y una de las cosas que más nos unió, fue que compartíamos un sentido de lo cómico. Ella apreciaba las cosas que a mí me divertían como pocas mujeres que yo conocía, y me pedía que le contara más historias de una estúpida conocida mía que se había divorciado de su marido y se había comprado una isla cerca de Nantucket porque, como dijo ella, siempre había querido tener una isla; luego su exmarido la había visitado y se había casado otra vez con él en la iglesia del pueblo, con muchos telegramas extasiados a amigos; pero poco después se había fugado con el conductor de un camión mastodóntico —porque siempre había querido viajar en un camión— y por último había «encontrado su destino» organizando en Nueva York una marcha del hambre comunista. A Anna también le gustaba que yo imitase a mi jefe en el museo, que tenía extrañas costumbres de esconderse de la gente, y a su secretaria, una mujer de edad que sufría de la manía compulsiva de colocar las cosas en ángulo recto en los escritorios de empleados ausentes. Anna tomaba buena nota del modo en que la gente actuaba y hablaba. Y a mí, por mi parte, nunca me aburría lo que contaba, en voz baja y sin ser repetitiva, de su familia y sus vecinos.



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