Madame bovary by Gustave Flaubert

Madame bovary by Gustave Flaubert

autor:Gustave Flaubert [Flaubert, Gustave]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Roman, Policier
publicado: 1856-12-31T23:00:00+00:00


Capítulo XI

Homais había leído recientemente el elogio de un nuevo método para curar a los patizambos; y, como era partidario del progreso, concibió esta idea patriótica de que Yonville, para «ponerse a nivel», debía hacer operaciones de estrefopodia.

—Porque —le decía a Emma— ¿qué se arriesga? Fíjese bien —y enumeraba con los dedos las ventajas de la tentativa; éxito casi seguro, alivio y embellecimiento del enfermo, inmediato renombre para el operador. Por qué su marido, por ejemplo, no intenta aliviar a ese pobre Hipólito del «Lion d'Or». Tenga en cuenta que él contaría su curación a todos los viajeros, y además (Homais bajaba la voz y miraba a su alrededor), ¿quién me impediría enviar al periódico una notita al respecto? ¡Dios mío! ¡Como se propague la noticia!, se hable del caso..., ¡acaba por hacer bola de nieve! ¿Y quién sabe?

En efecto, Bovary podía triunfar; nadie le decía a Emma que su marido no fuese hábil, y qué satisfacción para ella haberlo comprometido en una empresa de la que su fama y su fortuna saldrían acrecentadas. Ella no pedía otra cosa que apoyarse en algo más sólido que el amor.

Carlos, solicitado por el boticario y por ella, se dejó convencer. Pidió a Rouen el volumen del doctor Duval, y todas las noches, con la cabeza entre las manos, se sumía en aquella lectura.

Mientras que estudiaba los equinos, los varus, los valgus, es decir la estrefocatopodia, la estrefendopodia, la estrefexopodia y la estrefanopodia (o, para hablar claro, las diferentes desviaciones del pie, ya por debajo, por dentro o por fuera) con la estrefipopodia y la estrefanopodia (dicho de otro modo, torsión por encima y enderezamiento hacia arriba), el señor Homais, con toda clase de razonamientos, animaba al mozo de la posada a operarse.

—Apenas sentirás, si acaso, un ligero dolor; es un simple pinchazo como una pequeña sangría, menos que la extirpación de algunos callos.

Hipólito, reflexionando, hacía un gesto de estupidez.

—Por lo demás, —continuaba el farmacéutico—, ¿a mí qué me importa?, ¡es por ti!, ¡por pura humanidad! Quisiera verte, amigo mío, liberado de tu horrible cojera, con ese balanceo de la región lumbar, que, por mucho que digas, tiene que perjudicarte considerablemente en el ejercicio de tu oficio.

Entonces, Homais le hacía ver cómo se encontraría después mejor mozo, y más ligero de piernas, a incluso llegó a darle a entender que se encontraría mejor para gustar a las mujeres, y el mozo de cuadra empezaba a reír torpemente. Después le atacaba por el lado de la vanidad:

—No eres un hombre, ¡pardiez! ¿Qué pasaría si hubieras tenido que hacer el servicio, combatir por la patria...? ¡Ah, Hipólito!

Y Homais se alejaba, diciendo que no entendía aquella tozudez, aquella ceguera en rechazar los beneficios de la ciencia.

El infeliz cedió, pues aquello fue como una conjuración; Binet, que jamás se mezclaba en los asuntos ajenos, la señora Lefrançois, Artemisa, los vecinos, y hasta el alcalde, señor Tuvache, todo el mundo le aconsejó, le sermoneó, le avergonzó; pero lo que acabó por decidirle, «es que eso no le costaría nada».



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