Los secretos de Heap House by Edward Carey

Los secretos de Heap House by Edward Carey

autor:Edward Carey [Carey, Edward]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-01-01T00:00:00+00:00


La Enfermería

Estaba recuperando la audición, el estruendo aún retumbaba en mi cabeza, pero cada vez menos. No podía oír a Robert Burrington, seguía dándome la vuelta cada tanto para detectar el ruido metálico de aquella cosa de cosas, pero todavía no había llegado, aunque estaba convencido de que no tardaría. Debo devolverle el picaporte Alice Higgs a la Tía Rosamud. Todo había empezado con el picaporte, y quizá todo termine con él. Tal vez cuando restituyera el picaporte a su propietaria toda la conmoción en la que se hallaba Heap House se detendría, todas las piezas de Robert Burrington se dispersarían, todo volvería a su cauce tranquilo y, lo más importante: por la noche vería a Lucy Pennant. No se hable más, a la Enfermería.

No podía entrar en la Enfermería como si tal cosa y anunciar mi llegada a voz en grito, debía proceder con cuidado y en silencio. No conseguiría nada hasta que la matrona Iremonger, con su gran pañuelo blanco atado en la cabeza, se alejara del escritorio que había en la entrada. Se sentaba allí con siete relojes prendidos al revés en su pecho. Esperé. Vamos, vamos, volviendo la cabeza, pendiente en todo momento de la llegada de Robert Burrington. Vamos, vamos. Por fin algún Iremonger enfermo reclamó su presencia y allá que se fue la matrona, pisando con fuerza las baldosas del suelo con sus zuecos. Y entonces accedí a la Enfermería en busca de la Tía Rosamud.

Encima de cada puerta colgaba un letrero con el nombre de un paciente, y confié en encontrar rápidamente a mi tía. No estaba en el primer pasillo en el que me colé, ni en el segundo; el tercero estaba atestado y tuve que resguardarme detrás de un gran cesto de ropa sucia. Eran muchos los nombres que llamaban en esa planta, algunos entre gemidos, otros entre lamentos, algunos susurrados, otros doloridos, algunos lloraban. Había recuperado el oído y me llevó un tiempo aislar unos de otros, librarme del estrépito, pero al fin, entre muchos otros, capté las palabras: «¡Geraldine Whitehead!».

El Tío Idwid estaba al otro lado de la puerta de donde provenía el mayor alboroto. Pero eso no era todo, aún había más, algo mucho más importante, porque entre aquella mezcolanza de nombres capté otro, y ese nombre era lento y serio, afilado y malicioso: «Jack Pike».

El Abuelo estaba dentro. El Abuelo en persona estaba allí, aunque a esas horas el Abuelo tendría que estar en la ciudad. Solo entonces caí en la cuenta de que, por primera vez en mi vida, aquella mañana no había oído la partida del tren.

El propio Abuelo y su escupidera portátil Jack Pike y también el Tío Idwid y sus pinzas de la nariz Geraldine Whitehead se encontraban los cuatro juntos al otro lado de la puerta que tenía delante. Y entonces oí un chillido, un aullido espantoso, un grito desgarrador: alaridos, arañazos, terribles berridos. Y lo peor de todo era el nombre que gritaba en el sufrimiento más absoluto: «¡Percy Detmold! ¡Percy Detmold! ¡Percy Detmold!».



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