Los platos más picantes de la cocina tártara by Alina Bronsky

Los platos más picantes de la cocina tártara by Alina Bronsky

autor:Alina Bronsky [Bronsky, Alina]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2010-02-14T00:00:00+00:00


Sulfia, necesitas un extranjero

Las cosas se fueron poniendo cada vez más feas.

Sulfia pasaba los días convertida en sombra de sí misma, y la cara de Aminat empezó a adoptar el gesto de su madre: con las comisuras de los labios colgándole hacia abajo y una mirada perdida en el infinito. Yo notaba además que ninguna de las dos me tenía ya ningún respeto. Sulfia y Aminat miraban educadamente en mi dirección si declaraba mi punto de vista sobre el tiempo o sobre el desplome del rublo, pero sus caras expresaban el deseo de que me callara de una vez.

Había cambiado el viento, también en la calle. Se vaciaban los estantes de las tiendas de alimentación. Nos teníamos que esforzar mucho para llenar nuestros estómagos. Antes de ir a la compra, llevaba todos los cascos retornables, las botellas de leche y kéfir bien fregadas, y contaba exactamente las monedas que me daban. Con el dinero que me daban por los cascos compraba pan y patatas.

Afortunadamente tenía mi huerto en el campo, que fue el que nos estuvo alimentando en ese tiempo. Mis pepinos y tomates crecían en el invernadero. El camino en autobús hasta allí duraba casi dos horas. Yo prefería que Kalgánov me llevara hasta el huerto y, sobre todo, que me trajera de vuelta con el maletero lleno de cajas de verduras y cestas de fruta. Me llevé a Aminat y ella se paseó en silencio entre los bancales, cogía manojos de cebollino y se los metía en la boca. Necesitaba vitaminas.

No dejábamos que nada se estropeara. Sulfia se tiró horas subida a una escalera con un cubo colgado de una cuerda al cuello recogiendo bayas de espino, de las que hacíamos mermelada. Era un trabajo horrible, y yo me alegraba de que Sulfia no se quejara aunque las ramas espinosas le arañaran las manos y el zumo de las bayas reventadas le causara escozor en las heridas. Yo me pasé noches en la cocina esterilizando tarros, que llenaba con tomates, pimientos, pepinos y setas, con mermeladas y compotas, y soñaba a veces con un congelador.

La política no me interesaba. De hecho dejé de leer el periódico, porque ahí decían cosas que me ponían de peor humor. No necesitaba malas noticias del periódico, lo podía ver todo con mis propios ojos. Mientras afuera la economía se colapsaba, yo me preocupaba de que mi familia no pasara hambre. Los surtidos de tarros de conserva, colocados ordenadamente en el cuarto de estar y cubiertos con viejas mantas de lana, me hacían ver todos los días que sin mí nada marcharía. Pero a pesar de eso, todo se volvía cada vez más complicado. Comprar azúcar, por ejemplo, era una auténtica suerte, y yo lo necesitaba para mis mermeladas y para el hongo del té.

Hacía tiempo que nos habíamos acostumbrado a las cartillas de racionamiento, para nosotras no era ninguna novedad que en la escalera estuviera sentado alguno de la administración y que los vecinos hicieran cola para recoger los cupones que les permitían comprar ciertas cantidades de embutido o azúcar.



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