Los ojos del perro siberiano by Antonio Santa Ana

Los ojos del perro siberiano by Antonio Santa Ana

autor:Antonio Santa Ana [Santa Ana, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1998-01-01T05:00:00+00:00


XVII

Ese domingo mi padre me llevó en auto hasta Palermo, donde nos encontramos con Ezequiel.

No dijo ni una palabra en todo el viaje, pero se deshizo en advertencias cuando llegamos y ofreció darle plata a Ezequiel para pagarme la entrada.

Una vez que logramos despegarnos de mi padre, que me miraba como si estuviera a punto de cruzar el océano en bote a remos y sin salvavidas, nos tomamos un colectivo, el 93, hasta Avellaneda.

Yo no sabía de qué podría hablar con mi hermano, nunca desde que tuve memoria había estado tanto tiempo a solas con él. La conversación fluyó naturalmente, hablamos del colegio, de San Isidro y, fundamentalmente, de la abuela y del campo. Ezequiel sabía cómo manejar la conversación encaminándola naturalmente hacia los temas en los que yo me sentía cómodo y evitar los que a mí me molestaba tratar.

Cuando nos bajamos del colectivo y empezamos a caminar al estadio, me temblaban las rodillas de la emoción. Cantidad de personas con banderas, gorros y camisetas, iban en nuestra misma dirección.

Una vez adentro, superado el impacto de encontrarme de frente con esa mole de cemento, me impresionó la salida de los equipos con todo lo que trae consigo; los colores de las camisetas, las medias y los pantalones sobre el verde del césped; los papeles por el aire; los petardos; y fundamentalmente, el canto de miles y miles de personas, increíblemente afinado.

En un momento cerré los ojos para poder sentirlo todo sólo con el cuerpo, sin la mirada que siempre influye en las sensaciones. Los gritos y el cemento vibrando bajo mis pies.

No sé cuanto tiempo estuve así. Cuando los abrí los tenía llenos de lágrimas. Mire a Ezequiel y le dije:

—Gracias. Es fantástico.

Y él me abrazó. Qué bien se sentía. Era la primera vez, que yo recuerde, que nos abrazábamos.

Empezó el partido, que era por lo que en definitiva estábamos ahí.

Fue lamentable.

Parecía que la pelota quemaba, cada jugador al que se le acercaba la pateaba lo más lejos posible, nadie nunca la puso contra el piso y levantó la cabeza buscando a un compañero. Todo el tiempo la pelota lejos y arriba. Un espanto.

Terminó 0 a 0.

Nos alejamos del estadio caminando despacio por calles angostas. El sol se ocultaba.

Yo estaba feliz. A pesar del partido, la tarde había sido maravillosa. Íbamos afónicos y sudorosos.

—Si Racing sigue jugando así, me voy a morir sin verlo salir campeón —dijo Ezequiel.

La muerte. Otra vez el ave de rapiña volando en círculos. La tarde se deshizo en pedazos. Me pareció que los papelitos que habían saludado la salida de los equipos eran negros. Y que los gritos de las hinchadas habían sido cantos fúnebres.

La muerte.

Ezequiel me revolvió el pelo con su mano. Debe haber visto mi expresión y se rió a carcajadas.

—No tenés que ser tan literal. Si Racing sigue jugando así, vos también te vas a morir sin verlo salir campeón.

Entonces nos reímos juntos.

* * *

Ezequiel me acompañó hasta la puerta de casa y no quiso pasar, argumentó que tenía que levantarse temprano al día siguiente.



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