Los niños sin nombre by Juan de Ávila González

Los niños sin nombre by Juan de Ávila González

autor:Juan de Ávila González
La lengua: eng
Format: epub
editor: Editorial Kolima
publicado: 2017-12-14T17:54:57+00:00


–Te daré lo que me sobra si encuentras la otomana de terciopelo. –Al niño se le iluminó la cara y desapareció al instante. Lara lo vio entonces a unos veinte metros, subido en una estantería que se movía bajo su peso. Quiso advertirle del peligro de que se cayera, pero antes de poder hacerlo Relámpago se esfumó y volvió a aparecer en la otra punta de la estancia, esta vez encaramado a una gran escalera de mano. Volvió a desaparecer. Y así estuvo al menos durante diez minutos. Lara se maravillaba y se aturdía al mismo tiempo, viendo cómo Relámpago iba de un lado a otro sin tocar el suelo, apareciendo y desapareciendo. Entonces le perdió la pista. ¿Dónde se había metido? Se dio la vuelta y se lo encontró junto a ella.

–¡Por Dios, enano, vas a matarme de un susto! ¿Qué es lo que quieres? ¿La has encontrado?

–No.

–Y entonces, ¿qué pasa?

–¿Qué es una monomata?

–¡Otomana!

–Eso. ¿Qué es una otomana?

–Pues, pues... Es como un sofá pero sin respaldo ni brazos.

–Eso es una cama.

–Bueno, sí, pero no. Suele ser más pequeño que una cama.

–¿Y qué es el mediopelo?

–¿El terciopelo?

–Eso. ¿Qué es el terciopelo?

–Es un tipo de tejido, suave cuando lo tocas y con reflejos cuando lo miras.

–¡Pues entonces la he visto!

–¿Qué has visto?

–¡Qué va a ser! ¡La monomata de mediopelo!

–¿La otomana de terciopelo?

–Eso.

–Pues, ¿a qué esperas? Llévame hasta ella.

Movieron la otomana. Bajo ella había una rejilla metálica. Tuvieron que tirar con fuerza para conseguir abrirla. Una escalerilla descendía hacia la más profunda oscuridad. Lara dudó por un momento. Miró a Relámpago y encontró la misma sonrisa de siempre. Respiró hondo, introdujo las piernas por la trampilla, hizo contacto con uno de los escalones y comenzó a bajar. Relámpago Martes la siguió sin dudarlo.

Lara miraba hacia arriba. Ya que abajo no se veía el fondo, al menos le tranquilizaba saber que siempre tenían la posibilidad de subir de nuevo. Por eso dio un grito cuando, de pronto, la luz de la estancia de Telmo se apagó.

–¡Alguien nos ha dejado a oscuras!

–Oh, sí –dijo Relámpago sin el más mínimo asomo de pánico–. Habrá sido algún amo.

–¡Pues no me gusta nada! ¡Todavía no se ve el fondo!

–Ya lo notarás cuando llegues –dijo Relámpago.

Había mucha humedad. Las paredes parecían rezumar y los peldaños estaban resbaladizos. Lara se repetía a sí misma que no había ningún peligro si descendía con mucho cuidado, con gran lentitud. Antes o después llegarían al suelo. Sin embargo, comenzó a sentirse mareada. Sentía que le faltaba la respiración. Soltó el pie izquierdo de un escalón y trató de encontrar el siguiente. No estaba.

–Dios mío, no hay más escalones.

–¿Qué dices? –la voz de Relámpago le llegó apagada, lejana.

–¡No encuentro el siguiente escalón! ¡Ni el suelo!

–No hemos llegado todavía. Vamos tan despacio...

Lara resbaló con el pie derecho y quedó colgando por las manos. Pataleó, tratando de encontrar el escalón perdido. De nuevo gritó:

–¡Me caigo!

–Ya bajo –respondió Relámpago–. Aguanta.

–¡No puedo! –gritó, Lara. Las manos se le resbalaban por el sudor y la humedad.

–¡Ya llego!

Lara no pudo más y se soltó.



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