Los muertos exiliados nº 1754 by Graham McNeill

Los muertos exiliados nº 1754 by Graham McNeill

autor:Graham McNeill [Graham McNeill]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788445003619
editor: Minotauro
publicado: 2016-06-07T00:00:00+00:00


DOCE

El enemigo interior

La Compañía de la Vanidad

Una promesa cumplida

Aunque su armadura lo aislaba del tremendo frío del interior de las montañas, Uttam Luna Hesh Udar sintió como un escalofrío insidioso le calaba todos los huesos mientras observaba cómo los soldados mortales movían el dispensador de nutrientes a lo largo del puente que conducía hacia la isla flotante situada en el corazón de Khangba Marwu. Una fina cortina de lluvia caía desde los oscuros huecos del techo de la caverna, y las gotas de humedad se condensaban en la cuchilla de su lanza guardiana. Las gotitas silbaban cuando el campo de energía las vaporizaba de forma instantánea, y el sonido era semejante al de unas serpientes que flotaran en el aire.

Su energía se agotaría con mayor rapidez, y cuando había enemigos a su alrededor, los segundos que tardaría en recargarse podrían costarle la vida. Sumant Giri Phalguni Tirtha estaba a su lado, y su lanza guardiana también emitía el mismo ruido silbante en el aire húmedo. Miró hacia arriba, y varias gotitas rodaron por las placas doradas de su casco como si fuesen lágrimas.

—Lluvia bajo las montañas —comentó—. Nunca había visto nada por el estilo.

—Hace frío en el mundo de arriba —le contestó Uttam—. ¿Qué importa la lluvia?

—La montaña llora —añadió Tirtha.

—¿Qué?

Tirtha se encogió de hombros, como si lo avergonzara continuar.

—Vamos, dilo ya —le ordenó Uttam—. ¿Qué es lo que te preocupa?

—He leído la historia de Khangba Marwu —respondió Tirtha—. Se dice que la montaña lloró el día que escapó Zamora.

—Nadie va a escapar hoy —le replicó Uttam—. No en nuestro turno de guardia.

—Como tú digas —contestó Tirtha con un gesto de asentimiento, y aunque su cara estaba oculta tras la visera del casco, Uttam sintió que persistía la inquietud en su lenguaje corporal.

—Vamos, no dejemos que una coincidencia de precipitaciones subterráneas aparte a los guerreros de la Legio Custodes de sus obligaciones.

—Por supuesto —respondió Tirtha mientras los soldados introducían el dispensador de nutrientes en la isla celda.

El voluminoso contenedor se deslizó un poco cuando su campo repulsor interactuó con una emanación de ondas extraviadas procedentes de los poderosos generadores que mantenían la isla celda a flote. Un soldado vestido con el tabardo gris de los Señores de la Tormenta Uralianos maldijo cuando los campos en intersección lo golpearon y perdió asidero.

—Mira lo que haces, maldita sea —dijo con brusquedad, dirigiendo su ira hacia el exterior.

—Agárralo bien y no se te soltará —le respondió el hombre que tenía enfrente, un sargento veterano de los Exploradores Gitanen, una unidad de élite de aerodeslizadores con base en los cráteres aéreos de Baikonur.

—Yo llevo la mitad de tu peso —le replicó el primero que había hablado.

Se llamaba Natraj, y Uttam lo había considerado hasta ese momento uno de los miembros más sólidos y fiables del personal bajo su mando.

—Silencio —les ordenó Uttam—. No se puede hablar estando de servicio.

—Os pido disculpas, custodio —le contestó Natraj—. No volverá a suceder.

—Todos somos uno —añadió el explorador, pero Uttam sospechaba que cualquier hostilidad que existiera entre ellos comenzaría de nuevo en cuanto estuvieran más allá de los confines de la montaña.



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