Los miedos by Eduardo Blanco Amor

Los miedos by Eduardo Blanco Amor

autor:Eduardo Blanco Amor [Blanco Amor, Eduardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1963-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO XII

NO funcionaba bien el plan. Andábamos de aquí para allá, cada uno por su lado, sin encontrar nada. Apenas nos distraíamos con travesuras indignas de nuestra edad y experiencia: abrir una conejera, echar sal en el chocolate del desayuno, faltar todos a una comida. Nada. Y aunque a veces fuese algo más que nada, todo iba a tropezar con la falta de interés de la abuela. Y si alguien no se enfadaba, no valía la pena hacer cosas. No es que la abuela no nos riñese, ¡claro que nos reñía! Las palabras eran de reñirnos, la voz alta, los gestos exagerados… pero no coincidía con la realidad todo aquel alboroto, como si, por dentro, no estuviese enojada de verdad. Era como si nos regañase desde el otro lado de no sé qué, como si estuviera soñando que nos reprendía: «¡Galopines, badulaques! Os juro que nunca más volveréis a…», y mucho echar los brazos por el aire y mirar a un lado y a otro como buscando algo con qué pegarnos, para quedarse, finalmente, con los impertinentes levantados, temblándole en la punta de los dedos.

—Toma, abuela.

—¿Para qué?

—¿No andabas buscando un palo?

—¡Sal de ahí, cínico, provocador! Pues mira que… No me conocéis bien…

Sólo una vez a mí, el año anterior, cuando volqué tres cántaras de leche con tres limpias patadas (era una apuesta), me cogió del tupé y me gritó mi nombre entero (nunca me decía más que Peruco) que era el mismo famoso nombre con que la gente hablaba de mi padre.

—¡Ven aquí… Pedro Pablo!

Eso sí, me lo gritó como si lo vomitase. Luego me dio un empujón que casi me hizo caer. No me caí, pero ella no se volvió para cerciorarse. Fue sólo esa vez.

Cuando la vieja Obdulia o el fisgón de Barrabás me mandaban pedir perdón por algo, las más de las veces ya se había olvidado. (El perdón era siempre en el grave despacho del piso bajo, donde ella se pasaba las horas escribiendo, nunca supe qué ni a quién).

—Abuela, el perdón.

—¿Qué hiciste?

—Solté a la Gallarda (era una vaca liosa), y se fue contra la Xuvenca y la Mansiña.

—¿No sabías que la Mansiña está preñada?

—No. Entre las dos se le arrepusieron y la echaron. No pasó más.

—¿A qué vienes entonces?

—Por el perdón.

—¡Boh, boh! Pídeselo a Dios, que no tiene otro oficio… Hay que pensarlas antes. A lo mejor, un día, harás cosas que no te perdonarás a ti mismo… Hala de ahí, no me hagas perder el tiempo. ¡Y lávate esos morros, cochino!



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