Los mejores cuentos de H.P. Lovecraft by H.P. Lovecraft

Los mejores cuentos de H.P. Lovecraft by H.P. Lovecraft

autor:H.P. Lovecraft
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788417782702
editor: Mestas Ediciones
publicado: 2019-12-16T16:00:00+00:00


II

Poco antes de las diez de la mañana siguiente me encontraba con una pequeña maleta delante del Drug Store de Hambond en la antigua Plaza del Mercado, esperando el autobús de Innsmouth. A medida que se acercaba la hora de su llegada observé que los transeúntes evitaban deliberadamente pasar por las inmediaciones de la parada, aunque eso significara tener que dar un rodeo por el otro lado de la plaza. Evidentemente, el expendedor de billetes no había exagerado al hablar de la antipatía que las gentes de Newburyport sentían hacia Innsmouth y sus ciudadanos. Poco después, un pequeño y decrépito autobús, de un sucio color gris, bajó por la State Street y vino a detenerse delante de mí. Supe inmediatamente que era el que esperaba, y pude confirmarlo al leer el letrero que ostentaba en el parabrisas:

Arkham — Innsmouth — Newburyport.

Había únicamente tres pasajeros —unos hombres morenos y desgreñados, de rostros adustos y estampa juvenil— y, cuando el vehículo se detuvo, se apearon con cierto desmaño y echaron a andar hacia State Street de un modo silencioso y casi furtivo. También el conductor se apeó, y lo contemplé mientras entraba en el drug store para efectuar alguna compra. Pensé que aquel debía ser el Joe Sargent mencionado por el expendedor de billetes, e incluso antes de fijarme en los detalles de su persona me invadió una ola de espontánea aversión que no podía controlar ni explicar. Súbitamente me pareció muy natural que la gente de Newburyport no deseara viajar en un autobús conducido por aquel hombre ni visitar el lugar en el que residían sus conciudadanos.

Cuando el conductor salió de la tienda lo observé con más atención y traté de localizar la fuente de mi desagradable impresión. Era un hombre delgado, algo cargado de espaldas, de una estatura un poco inferior al metro ochenta, que vestía un raído traje azul y se cubría la cabeza con una gorra de visera a tono con el traje en lo que a vejez se refiere. Podía tener unos treinta y cinco años, aunque los extraños y profundos pliegues de su piel a ambos lados del cuello le hacían parecer mucho más viejo. Tenía una cabeza estrecha, unos ojos saltones de color azul acuoso que no parecían parpadear nunca, una nariz aplastada, una frente y una barbilla hundidas y unas orejas singularmente subdesarrolladas. Sus grisáceas mejillas parecían casi imberbes, salvo por algunos pelos amarillos y ralos que se agrupaban en parches irregulares; y a trechos la superficie parecía extrañamente desigual, como pelándose a causa de alguna enfermedad cutánea. Sus manos eran anchas y de venas abultadas, y tenía un color gris—azulado muy poco corriente. Los dedos eran asombrosamente cortos en proporción con el resto de la estructura, y parecían tender a curvarse sobre la enorme palma. Mientras andaba hacia el autobús observé su paso vacilante y vi que sus pies eran anormalmente grandes. Cuanto más los examinaba, más me maravillaba que pudiera encontrar zapatos a su medida.

El hombre desprendía un tufo que aumentaba mi aversión.



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