Los jueves de Leila by Corín Tellado

Los jueves de Leila by Corín Tellado

autor:Corín Tellado [Tellado, Corín]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1960-12-31T16:00:00+00:00


VII

Se quedó erguida en la puerta. Stephen Knowlton levantó con indolencia la cabeza, y curvó su boca provocadora en una sarcástica sonrisa.

—Avance y cierre, princesa.

Leila se estremeció. Tenía razón Dolly. La llamaba para burlarse de ella. Para gozarse más y más en su dolor. Indudablemente no la había despedido por eso, porque le serviría de entretenimiento en sus ratos libres.

No obstante, avanzó después de cerrar la puerta. No esperaba que él la mandase sentarse. Las dos veces que la recibió, la tuvo de pie como si él fuera rey, y ella uno de sus más humildes vasallos. Por eso fue mucho su asombro cuando le oyó decir:

—Tome asiento, princesa.

No se sentó. Alzó el busto bajo los ojos desprovistos de gafas. Eran grises y acerados, fríos como el filo de un cuchillo.

—He dicho que se siente.

Y agitó la mano que sostenía las gafas.

Leila no obedeció.

—Tengo mi oficina abandonada —apuntó siempre rebelde— y he de volver a ella cuanto antes.

—El dueño de esa oficina soy yo, princesa —rio de modo que estremeció a Leila de pies a cabeza— y le ordeno que se siente.

Olvidó los consejos de Dolly y los de míster Leigh. Otra en su lugar se hubiera mostrado sumisa y dócil. Ella, no. Ella era orgullosa, y aquel hombre la sacaba de quicio.

—Me ha recibido usted aquí mismo en otras ocasiones, y me mantuvo de pie. No estoy cansada, puede decir lo que desee.

—Ajajá —exclamó mirándola con detenimiento. Y con raro acento añadió—: Es usted más personal de lo que creí. ¿Sabe una cosa, Leila Heimer? Me gusta usted.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Me gusta usted —y con ironía, al tiempo de repantigarse en el sofá y agitando distraído la mano que aún mantenía las gafas—. Me gusta mucho. No se siente si no lo desea, pero escúcheme.

Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en el tablero de la mesa y la barbilla en las palmas abiertas. Las gafas estaban ahora abandonadas sobre un rincón de la mesa.

—Usted me dijo ayer que necesitaba dinero.

—Lo sigo necesitando.

—¿Cuántos?

—Mucho. Es para curar a mi hermano.

Él se retiró hacia atrás y ladeó un poco la cabeza. Con sequedad, dijo:

—No me interesa en absoluto la salud de su hermano, ya lo sabe. Me interesa únicamente usted —y con indiferencia que estremeció a Leila, como si la agitara un huracán—. Acostumbro a dedicar todos los jueves de todas las semanas a mis liviandades. La invito a acompañarme esos jueves a mi casita de la montaña. Tendrá un coche esperándola en el lugar donde indique usted. Este coche la conducirá a ese rincón que yo poseo en la montaña, y la traerá de nuevo a la hora que yo crea conveniente. Al día siguiente no la conoceré a usted, ni usted me conocerá a mí. A cambio de eso —añadió con frialdad— podrá llevar a su querido hermano al sanatorio que desee. Ya conoce usted el objeto de mi llamada. Puede retirarse y contestarme antes del jueves próximo.

Sentía tal ahogo que hubo de tragar saliva por dos veces, antes de responder. Todo su orgullo, toda su rabia, toda su fiereza se desahogaron en estas solas palabras.



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