Los intocables de Chicago by Curtis Garland

Los intocables de Chicago by Curtis Garland

autor:Curtis Garland [Garland, Curtis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1988-02-01T00:00:00+00:00


* * *

La destilería estaba en todo su apogeo aquella noche.

Situada en un camino vecinal de las afueras de Chicago, en dirección a Waukegan, estaba flanqueada por un denso bosque y por las aguas del lago Michigan, tras las alambradas de las instalaciones en desuso de un centro de entrenamiento naval. Era un lugar oscuro, tranquilo y solitario, ideal para destilar whisky con la marca Capone. Trabajaban en ello una docena de hombres, entre alambiques y barriles, cajones y botellas para precintar una vez repletas del clandestino licor.

La actividad era febril esa noche. Los hombres de vigilancia paseaban por las naves del edificio y por los alrededores de la factoría, metralleta en ristre, por lo que pudiera suceder.

Sin embargo, cuando surgió de la noche la amenaza rugiente, les sorprendió a todos ellos con pasmosa facilidad.

Fue como un monstruo inesperado, emergiendo de la negrura, con dos enormes ojos blancos, relucientes, cegadores, que deslumbraron a tres guardianes armados de la puerta. El motor del vehículo era como una voz bramando ferozmente contra sus insignificantes enemigos. Éstos, atemorizados, confundidos, retrocedieron, sin saber qué hacer, mientras aquella especie de bestia maligna hollaba ruidosamente a su paso toda clase de arbustos, que se convertían en astillas bajo las ruedas poderosas, camino del portalón de acceso, ante el cual se alzaba una alambrada de mediana altura.

Ésta no bastó a detener al camión que, tras embestirla, la arrugó como si fuese de papel, desgarrándola lo suficiente para penetrar a través del boquete abierto como un alud incontenible.

—¿A qué esperáis? —aulló uno de los pistoleros—. ¡Disparad! ¡Es sólo un camión, maldita sea, no se trata de King Kong!

Los hombres dejaron de correr, para empuñar sus ametralladoras Thompson con energía, abriendo fuego sobre aquella mole que se venía sobre ellos. Pero sus balas cayeron en rociadas sobre el blindaje delantero del vehículo, rebotando con maullidos metálicos, estridentes. Y en modo alguno pudo frenar la marcha de aquella especie de tanque devastador, salvo para hacer estallar uno de sus potentes faros, al ser alcanzado por un proyectil que provocó un destrozo de vidrios bastante ruidoso aunque totalmente apagado por el bramido del motor.

Desde el interior del camión brotó un rosario de balas zumbando ruidosamente en la noche. Dos de los pistoleros de guardia saltaron de atrás, alcanzados por los abejorros de metal candente, mientras una voz potente avisaba:

—¡Tiren las armas! ¡En nombre de la Ley, no opongan resistencia! ¡Policía federal!

Aún así, intentaron resistir. Varios disparos más alcanzaron el camión, pero a cambio, otros dos hombres de la banda se desplomaron, heridos por las ráfagas disparadas desde el vehículo.

Después, la embestida de éste sobre el portalón, con su ariete montado ante el radiador, convirtió las pesadas hojas de madera en simples astillas, en medio de un fragor virulento. El coche penetró como un alud en la destilería, provocando el pánico general de sus ocupantes.

Ness repitió su aviso, mientras mostraba la credencial en una mano y la pistola en la otra. Junto a él, el fornido Marty Lahart, el irlandés, el gigantón



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