Los Crímenes de la Rosa Blanca by Michael Clynes

Los Crímenes de la Rosa Blanca by Michael Clynes

autor:Michael Clynes [Clynes, Michael]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1990-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo 7

Regresamos a nuestro aposento y pasamos el resto del día preparándonos para el banquete y conversando con el doctor Agrippa. Se reunió con nosotros pletórico de amabilidad con su habitual manera de contar cosas graciosas de las cortes de Francia y Escocia. Mi maestro escuchaba con cierto interés, absorto en estudiar el pedazo de pergamino en el que escribía crípticas notas que ni yo mismo podía entender.

A la puesta del sol, Agrippa nos llevó al patio para saludar a los otros grandes lores escoceses que iban llegando. Cada uno de ellos venía acompañado de una auténtica mesnada de hombres armados hasta los dientes —espada, maza, daga y pequeños escudos o rodelas—. La mayoría de estos soldados eran escoceses aunque no faltaban mercenarios daneses, irlandeses y, de más lejos, incluso genoveses. La gran sala había sido especialmente acondicionada para esta festiva ocasión. Se habían colocado a gran altura de las paredes grandes hachones, las mesas lucían manteles de lino blanco y había un único plato por persona que era de plata de ley.

D’Aubigny hacía los honores desde su sitial colocado en lo alto del estrado. Iba ataviado con un rico manto orlado de flecos de terciopelo negro, que cubría un jubón de seda roja y unos pantalones negros y blancos. Iba tocado con una gorra sujeta al cabello con un broche de plata en forma de flor de lis. Cuando se acomodó en su asiento sonaron las trompetas y sirvieron la cena una hilera de criados portadores de fuentes de humeante carne de jabalí, cerdo, buey, esturión, pescado, cuencos de crema que contenían fresas azucaradas, y jarra tras jarra de diversos vinos.

Nosotros estábamos situados cerca del estrado, a la derecha de D’Aubigny; la conversación —acentos foráneos y reniegos inauditos— nos inundó por todos lados como una gran masa de agua. Agrippa hablaba por nosotros; yo comía como si no hubiera mañana, mientras Benjamin se encontraba fascinado por no sé quién, sentado al fondo de la sala. Terminado el banquete, un italiano ejecutó un sutil y diestro truco con una cuerda, seguidamente una compañía de joven-citas bailó una briosa jiga que dejó las caras de los espectadores arreboladas de excitación porque al levantar al aire sus piernas se les subían las faldas, y dejaban al aire todo lo que había que ver. Caí en la cuenta de que no había otras mujeres en el banquete y luego me enteré de que era una costumbre escocesa. No se trataba de que menospreciaran a sus mujeres, sino que cada sexo iba por su cuenta, prefiriendo las damas de la nobleza tomar sus refrigerios ellas solas en otra cámara. Una vez concluido el festejo, D’Aubigny se levantó para retirarse, también lo hizo mi maestro, rehusando la invitación de Agrippa a quedarse y seguir hablando un rato.

Hubiera preferido esperar. Me había encaprichado con una bailarina pelirroja, de piel suave y blanca como la leche y grandes y oscuros ojos. Me había dedicado una sonrisa y ¡me preguntaba si estaría interesada en otro tipo de baile!



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