Lodo by Julen Azcona

Lodo by Julen Azcona

autor:Julen Azcona [Julen Azcona]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788412402391
Google: PWJNEAAAQBAJ
Goodreads: 59484727
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


7

Lle­gó el fin de se­ma­na. Co­mu­ni­qué en casa que me iba todo el sá­ba­do a pa­sar el día en el mon­te con Ne­ka­ne, o algo así, a lo que mi abue­la asin­tió con un sus­pi­ro. Ella, que lle­va­ba todo el ve­rano in­sis­tien­do para que sa­lie­ra más, es­ta­ba de pron­to in­quie­ta por la can­ti­dad de ho­ras que pa­sa­ba fue­ra. A eso ha­bía que su­mar­le que Jua­na ha­bía es­ta­do toda la se­ma­na au­sen­te, pues aun­que el mar­tes ha­bía mos­tra­do un re­pun­te en su es­ta­do de áni­mo, des­de ese día casi no ha­bía sa­li­do de su cuar­to, ale­gan­do te­ner mi­gra­ñas, y ha­bía he­cho el mí­ni­mo es­fuer­zo en sus ta­reas. Pero eso yo no lo sa­bía aún; lle­ga­ba tan tar­de a casa que las dos mu­je­res ya te­nían las lu­ces apa­ga­das, y la Vida Noc­tám­bu­la se me re­tra­sa­ba tan­to que, si que­ría dor­mir mis tres o cua­tro ho­ras dia­rias, ape­nas me des­per­ta­ba con tiem­po para dar los bue­nos días e ir pi­tan­do a La Ga­ce­ta. O’Ma­lley fue el cul­pa­ble de todo. El sá­ba­do por la ma­ña­na nos en­con­tra­mos en un si­tio apar­ta­do, metí mis co­sas en su ma­le­te­ro y me lle­vó a ver el mar.

Des­pués de nues­tra rara des­pe­di­da del mar­tes, yo me ha­bía pues­to a tope con la Vida Noc­tám­bu­la. No pude es­ca­par, sin em­bar­go, de la ima­gen de sus ma­nos. Y de la pre­gun­ta de si lo de aque­lla no­che ha­bía sido una que­da­da en­tre ami­gos o algo más. Lo ha­bía­mos pa­sa­do bien —o al me­nos yo lo ha­bía pa­sa­do bien—, pero no te­nía ni la más re­mo­ta idea de quién era O’Ma­lley, y pen­sé que O’Ma­lley tam­po­co te­nía la más re­mo­ta idea de quién era yo.

Es­ta­ba mi­ran­do los apun­tes de Lau­ra Íñi­go cuan­do vi que la es­ce­na de Las Pro­fun­di­da­des que me to­ca­ba es­cri­bir te­nía que ver con él. Era de­li­ran­te. No ha­bía que ser la se­ño­ri­ta Mar­ple —o el De­tec­ti­ve Wi­lliams, en su de­fec­to— para de­du­cir que el per­so­na­je que Lau­ra ha­bía crea­do para ha­cer de vi­llano, Je­sús Chus Araiz, pro­pie­ta­rio de una plan­ta de lo­dos, te­nía una ins­pi­ra­ción real. Por­que el ase­sino era O’Ma­lley, te­nía que ser­lo, pero no en­ten­día de dón­de ha­bía sa­ca­do ella aque­llas ri­dí­cu­las ca­rac­te­rís­ti­cas: en la no­ve­la, era in­se­gu­ro, me­dio tar­ta­mu­do y biz­co, de voz agu­da y apa­rien­cia tan inofen­si­va que ge­ne­ra­ba una ter­nu­ra pa­té­ti­ca. O’Ma­lley no era nada de eso —ex­cep­to cal­vo; eso se re­pe­tía en am­bos ca­sos—; era un to­rren­te de con­fian­za, una cons­tan­te oda al po­der y a la opu­len­cia; un vi­llano, tal vez, pero uno de Holly­wood, de cine de es­pías.

A eso de las cin­co de la ma­dru­ga­da se me en­cen­dió el mó­vil. Me sor­pren­dió; no lo ha­bía usa­do ni para bus­car si­nó­ni­mos. Era O’Ma­lley. Me en­via­ba una foto, pero no po­día ver­la sin me­ter­me en el What­sApp y que en­ton­ces se vie­ra que es­ta­ba en lí­nea a esas ho­ras. De­ci­dí arries­gar­me, muer­to de cu­rio­si­dad, y vi que era la no­ti­cia so­bre el ca­rril bici de La Ga­ce­ta del día an­te­rior. Él se­guía co­nec­ta­do. Bajo su nom­bre leí eso de «es­cri­bien­do…»



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