Llévame contigo by M. J. Hyland

Llévame contigo by M. J. Hyland

autor:M. J. Hyland [Hyland, M. J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2004-12-31T16:00:00+00:00


22

* * *

Me despierto temprano, antes de apagarse las farolas de la calle, y creo que Liam también está despierto. Le oigo decir: «Al portador» y «Un millón de libras».

—¿Qué? —pregunto.

—Al portador. Un millón de libras —repite, tan claramente como si estuviera despierto.

Duerme cara abajo, con la boca muy abierta. De buena gana le metería algo dentro, como la bombilla que cuelga del portalámparas roto por encima de mi cabeza.

Me levanto a las ocho y media y voy a la cocina en pijama. No hay nadie, pero las luces están encendidas. No quiero estar solo.

Bajo por la escalera que lleva a la librería, en el sótano. La escalera está a oscuras. Se oye a las ratas arañar detrás de las paredes y el ruido me recuerda a las que había detrás de las paredes de nuestro antiguo piso en Wexford. A veces, cuando estábamos sentados en silencio en el salón, aparecía una rata en medio de la alfombra y miraba alrededor, en total silencio, como si estuviera de visita turística. De pronto veía u olía a uno de nosotros y volvía corriendo al agujero del que había salido.

Las ratas siempre salían solas, nunca en familia, y había una rata marrón especialmente grande, con la cola larga y negra. Decidí que ésa era la jefa de las ratas. Tras verla un par de veces, siempre esperaba verla: si entraba en el salón y veía con el rabillo del ojo algo marrón o negro en el suelo, creía que era la rata, y me ponía nervioso. Mi padre dijo que padecía un raro caso de psicosis a las ratas. «Viste una rata en el suelo —dijo—, y ahora crees que todo lo que es más pequeño que un zapato es una rata».

Pocas semanas después de que mi padre dijera eso, dejó de oírse el ruido de las ratas tras la pared del salón.

Me quedo quieto un momento y oigo el ruido de las ratas. Antes de abrir la puerta de la librería, doy una patada a la pared.

—Buenos días —saluda la tía Evelyn, subida a una pequeña escalera de mano para alcanzar unas estanterías.

Mis primas gemelas, Celia y Kay, están sentadas en el suelo y me miran. Tienen siete años, pero son menudas para su edad y, como su padre, apenas hablan. En lugar de hablar, te miran; te clavan la mirada y te observan. Vayas a donde vayas, no apartan la vista de ti. Pero no parecen ver nada. En realidad, no creo que miren, que miren de verdad. Mueven los ojos como si los atrajera un imán, como si no les quedara más remedio.

—Buenos días —contesto a la vez que me siento detrás del mostrador. La tía Evelyn baja de la escalera y se sienta a mi lado. Me coge las manos.

—¿Dónde están? —pregunto.

—¿Quién? ¿Mamá y papá?

—Sí.

—Enseguida vuelven.

—¿Dónde están?

—Hace un rato estaban en la freiduría de al lado, pero seguro que ya se habrán ido a algún otro sitio.

—Pero ¿adónde?

—Pregúntaselo tú cuando vuelvan. Y apártate, estás ocupando demasiado espacio.

Kay y Celia, sentadas una al lado de la otra en el suelo desnudo, me miran.



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