Llámame Judas by Guillermo Galván

Llámame Judas by Guillermo Galván

autor:Guillermo Galván [Galván, Guillermo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2006-04-16T00:00:00+00:00


3

La prueba

LA PIEDAD. ANTIGÜEDADES, era un pequeño establecimiento en la calle Sombrerería, frente a la catedral. Su fachada de madera negra revelaba no solo vetustez, sino la desidia de un propietario que ni siquiera se había preocupado de lustrar sus incontables y notorios desconchones. El mismo escaparate habría necesitado un buen limpiacristales para que los transeúntes pudiesen apreciar desde la calle aquel cúmulo de objetos cuyo desorden sugería más un cementerio de recuerdos que un almacén con fines mercantiles.

La primera vez nos topamos con el cartel de cerrado. Araceli y yo habíamos llegado a la hora de comer. Así que decidimos cumplir con el horario y almorzar en el primer restaurante que vimos en la zona. Allí siguió nuestra conversación, una animada tertulia que había comenzado a las once de la mañana cuando, según lo convenido, fui a recogerla con el coche frente al portal de su casa. Lo primero que me llamó la atención al verla es que había cumplido mi exigencia. Efectivamente, ninguna de las prendas que vestía, exceptuando los zapatos, era de color negro. Las había sustituido por azul marino, de modo que, salvo la camisa blanca, el efecto general que producía su visión era más o menos invariable en cuanto a su deslucido hábito. La oscuridad no es un color, sino una gama, le dije. Y ella alegó que yo solo había vetado el negro. No pude reprocharle nada. Al contrario, sonreí admitiendo que era una mujer de principios y, al tiempo, inteligentemente adaptativa.

Durante el viaje, y después en el restaurante, comentamos mis últimos progresos y fracasos. Entre los primeros, el haber podido leer el expediente sobre la desaparición y muerte de Miravalles, y el indiscutible vínculo profesional que se establecía con Alenza, el entonces funcionario restaurador del Arqueológico. Coincidimos en la alta probabilidad de que este último hubiera sido el autor de la sustracción, aunque a partir de ahí divergía nuestro criterio. Mientras ella aventuraba que la muerte de Miravalles guardaba relación con el robo, a mi juicio convenía detener en ese punto toda conjetura sin las pruebas pertinentes. Nada hacía pensar que el suceso del museo y la muerte de Miravalles estuvieran directamente conectados. Y, aun admitiendo esa improbable conexión, tampoco obligaba a pensar en Alenza como culpable. Una cosa era acusar a alguien de hurto y otra muy distinta de asesinato.

Por lo que respecta a mis fracasos, el último de ellos se llamaba López Pachón. Un hombre preso de sus obsesiones, posible consecuencia de un arraigado complejo de culpabilidad; un tipo habitando un tiempo inexistente y heredero de una agresividad apenas contenida contra el mundo y contra sí mismo. Con el máximo detalle de que fui capaz, sin ahorrar anécdotas chuscas ni patéticas coyunturas, había relatado a Araceli aquella enloquecedora entrevista, y ella destacó el hecho de que el expolicía acusara finalmente a Hipólito Alenza. Y a su propio jefe de homosexual, alegué, y de mil maldades al director de la residencia, lo que no demostraba nada, ni siquiera que estuviese hablando del mismo Alenza, el del caso Miravalles.



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