Las lobas de Machecoul by Alejandro Dumas

Las lobas de Machecoul by Alejandro Dumas

autor:Alejandro Dumas
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Histórico
publicado: 1859-01-01T00:00:00+00:00


XLIII

Donde maese Jaime cumple el juramento hecho a Aubin Courte-Joie

N efecto, el ruido que Michel y Pedrito oyeron por la parte que había desaparecido Courtin, se trocaba en confuso tumulto, que iba aproximándose, y dos minutos después, pasaron a diez pasos de ellos doce jinetes, que volaban al alcance del fugitivo caballo, cuyos fuertes relinchos indicaban la dirección de su arrebatada carrera.

—Buen paso llevan —dijo Pedrito—; pero dudo de que lo alcancen.

—Tanto más —respondió Michel—, cuanto que van a pasar precisamente por el mismo paraje donde nuestros amigos nos están esperando, y el marqués es capaz de entorpecer su persecución.

—¡Entonces tendremos batalla! —exclamó Pedrito—. Ayer en el agua, hoy en el fuego; prefiero esto último.

Y al decir estas palabras quiso arrastrar al barón hacia el punto donde le parecía que iba a trabarse la pelea.

—No, no —exclamó Michel, resistiéndose—; no vayáis, os lo ruego.

—¿No os seduce la idea de combatir a los ojos de vuestra dama? Ella está allí, barón.

—Lo creo —dijo melancólicamente el joven—; pero como los soldados cruzan la llanura en todas direcciones, al primer tiro que se oyera, acudirían de todas partes, fácilmente podríamos tropezar con una de esas partidas, y si por desdicha terminase tan mal la misión que se me ha confiado, os juro que no me atrevería a presentarme al marqués.

—A su hija, querréis decir.

—Pues bien, sí, a su hija.

—Pues para no indisponeros con vuestra amiga, os prometo obedeceros.

—Gracias, gracias —repuso Michel, estrechando la mano de Pedrito.

Y al ver la imprudencia que cometía, retrocedió un paso, y dijo:

—¡Ah!, perdonad…

—No hay de qué. ¿En dónde está el asilo que me ha proporcionado el marqués de Souday?

—En mi casa; en un cortijo de mi propiedad.

—¿Supongo que no será el de Courtin?

—No; otro completamente aislado y oculto en la arboleda, a la otra parte de Legé, aldea donde, como sabéis, vivía Tinguy.

—Sí; ¿pero conocéis el camino?

—Perfectamente.

—Os advierto que en Francia desconfío mucho de ese adverbio; el pobre Bonneville también conocía perfectamente los caminos, y sin embargo, se extravió.

Al decir estas palabras, Pedrito lanzó un suspiro.

—¡Pobre Bonneville! ¡Ay de mí, su extravío fue quizás la causa de su muerte…!

Al evocar Pedrito ese recuerdo, asaltáronle naturalmente las tristes ideas que le ocupaban cuando salió de casa de Picaut; en consecuencia, púsose taciturno y siguió a su nuevo guía, contestando con monosílabos a las pocas preguntas que le dirigía el barón, quien desempeñó sus nuevas funciones con mucho más acierto de lo que era de esperar; torció a la izquierda, y cruzando la llanura, llegó a un arroyo donde en su niñez pescaba con frecuencia truchas, el cual cruza el valle de la Benate en toda su extensión hacia el Sur, para descender al Norte y desembocar en el Boulogne cerca de la Columbin. Deslizándose entre dos prados, ofrecía el arroyo seguro y cómodo camino, y Michel lo siguió a trechos, llevando en hombros a Pedrito, como lo hiciera el malogrado Bonneville; y saliendo luego del arroyo a un kilómetro de distancia, torció de nuevo a la izquierda, subió a



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