Las fieras de tarzán by Edgar Rice Burroughs

Las fieras de tarzán by Edgar Rice Burroughs

autor:Edgar Rice Burroughs [Burroughs, Edgar Rice]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Action & Aventure
publicado: 1914-03-01T23:00:00+00:00


XII

Un pícaro negro

Al recobrar el conocimiento, Jane Clayton vio a Anderssen de pie junto a ella, con el niño en brazos. Cuando su mirada se concentró en ellos, una expresión de angustiado horror se extendió por el rostro de Jane.

—¿Qui ocurre? —se extrañó Anderssen—. ¿Istá infirma?

—¿Dónde está mi hijo? —exclamó ella, sin hacer caso de la pregunta del sueco.

Anderssen le tendió la regordeta criatura, pero Jane denegó con la cabeza.

—¡No es el mío! —exclamó—. Usted sabía que no era mi hijo. ¡Es tan diabólico como el ruso!

Los azules ojos de Anderssen se abrieron desmesuradamente.

—¿Qui no is el suyo? —manifestó su sorpresa—. Usté mi dijo qui il niño qui iba in il Kincaid ira su hijo.

—Pero éste no —replicó Jane hastiadamente—. ¡El otro! ¿Dónde está el otro? Debía de haber dos. No sabía nada de éste.

—No había ningún otro niño. Craía que iste ira il suyo. Lo siento mucho.

Anderssen empezó a moverse inquieto, apoyándose primero en una pierna y después en la otra. Resultó evidente para Jane que el hombre era absolutamente sincero en sus alegaciones de ignorancia respecto a la verdadera identidad del niño.

La criatura empezó entonces a balbucear y a removerse inquieta en los brazos del sueco, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y extendía las manitas en dirección a la joven.

Jane no pudo resistir aquella súplica y dejó escapar un grito apagado mientras se ponía en pie, cogía al chiquillo y lo apretaba contra el pecho.

Lloró en silencio durante unos minutos, enterrado el semblante en el manchado vestidito del niño. Tras la primera conmoción del desencanto que le produjo comprobar que aquella criatura no era su adorado Jack, en el ánimo de Jane empezó a alborear la gran esperanza de que, después de todo, se hubiera producido el gran milagro de que, momentos antes de que el Kincaid zarpase de Inglaterra, hubiesen arrebatado a su verdadero hijo de las manos de Rokoff.

A esa ilusionada esperanza se unió la muda súplica de aquel chiquitín solo y desamparado en medio de los horrores de la jungla salvaje. Este pensamiento, más que cualquier otra cosa, fue lo que inclinó su corazón de madre hacia aquel ser inocente, aunque ese corazón aún sufría los efectos del desengaño causado por el hecho de que aquella criatura no fuera la suya.

—¿No tiene idea de quiénes son los padres de este niño? —preguntó a Anderssen.

El hombre meneó la cabeza negativamente.

—Pues, no —contestó—. Si no is su hijo, no sé de quién puidi ser. Rokoff dijo qui era de usté. Yo también lo craía así.

—¿Qui vamos a hacer ahora? Yo no puido volvir al Kincaid. Rokoff mi piga la un tiro, pero usté sí puide. La acompañaré hasta il mar. Luigo, alguno de los nigros la llivarán al barco… ¿eh?

—¡No! ¡No! —protestó Jane—. ¡Por nada del mundo! Prefiero morir a caer otra vez en manos de ese hombre. No, sigamos adelante, me haré cargo de ese niño y nos lo llevaremos con nosotros. De una manera o de otra nos salvaremos, si Dios quiere.

De modo



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