Las dudas de Celia by Corín Tellado

Las dudas de Celia by Corín Tellado

autor:Corín Tellado [Tellado, Corín]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1960-12-31T16:00:00+00:00


VII

El desenlace tuvo lugar cuando menos se esperaba.

Aquel atardecer, Arturo Mendoza, leía el correo hundido en un sillón de la salita. Tomasa, que era la lavandera, y había pasado a ser en la fonda, criada para todo, penetró en la salita con la bandeja de la merienda. La depositó sobre la mesita de centro, retiró el cenicero y procedió a preparar el café.

—Tomasa —dijo Arturo al reparar en ella—, diga a la señorita Celia que prepare mi maleta. He de marchar mañana al anochecer.

—¿Ya, señor?

—¿Ya? Caramba, llevo aquí cuatro meses. Mis funciones aquí han terminado —echó un terrón de azúcar y revolvió el café—. ¿Cómo se encuentra hoy la señora? Luego iré a verla.

Tomasa puso los brazos en jarras y suspiró.

—Yo creo, don Arturo que hoy se encuentra muy mal. La señorita se ha mostrado muy valerosa. ¿No le parece?

—Por supuesto.

—Hace un instante subí a llevarle la merienda a la señora y me encontré con que se había desvanecido. La señorita la sostenía y le daba ánimos. Es muy valiente la señorita Celia. ¿Y sabe usted, señor? Don Emilio llama por teléfono todos los días y la señorita siempre me dice lo mismo: «Dile que no estoy, Tomasa».

—Este café está exquisito. ¿Lo has hecho tú?

—No, señor. Cocina la señorita. Yo me ocupo de fregar, hacer la compra y la limpieza y lavar. La señorita hace todo lo demás.

Arturo volvió a beber. Por encima del borde de la jícara de porcelana, contemplaba a Tomasa. Era una mujer ancha, ordinaria, pero de gran corazón, y, sin duda, admiraba a Celia Guisasola. Él también la admiraba. Después de conocer tantas mujeres, de desenvolverse entre frivolidades e hipocresías, hete aquí que, en un rincón ignorado del mundo, hallaba un ejemplar femenino digno de la mayor consideración y respeto. No era frecuente encontrar una mujer excepcional, y Celia, así como su madre, pertenecían a ese núcleo escaso de mujeres.

—Yo temo —dijo Tomasa interrumpiendo los pensamientos del ingeniero— que una vez la señora haya fallecido, la señorita terminará por hacer caso de don Emilio y se casará con él. ¿Qué puede hacer una mujer sola?

—No tengo cigarrillos, Tomasa. ¿Serás tan amable que me los vayas a buscar al estanco?

—Naturalmente, señor.

Extrajo un billete del bolsillo.

—Toma. Tráeme dos paquetes.

Se marchó la fámula y Arturo se puso en pie. Hacía dos días que no veía a la enferma. Había estado liado en el salto de agua, y gracias a Dios todo había sido rematado. Se preguntaba en aquel instante, a dónde lo llevaría la Compañía, una vez de regreso en Madrid.

«Me tomaré un mes de descanso —se dijo—. Bien lo necesito».

Atravesó el pasillo e iba a entrar en la alcoba de doña Feli cuando se encontró con Celia que salía.

—¿Cómo va eso, Celia?

—Mal.

—¿Tanto?

—Sí. Don Damián me dijo esta mañana, que la máquina se para sin remedio.

—Si me lo permites, te haré una pregunta, Celia.

—Puede hacerla, don Arturo.

—Una vez la máquina se haya parado definitivamente, ¿qué piensas hacer?

Ella parpadeó.

—Contéstame con franqueza. Verás en mí el interés de un padre o un hermano.



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