Las dos rosas iii. el último plantagenet by Sandra Worth

Las dos rosas iii. el último plantagenet by Sandra Worth

autor:Sandra Worth [Worth, Sandra]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: - Divers
publicado: 2011-07-20T20:51:55+00:00


—El mensajero ha venido para informar sobre la ejecución del traidor Colyngbourne, señor —anunció el heraldo. Aquella mañana de diciembre hacía un frío glacial pero aun así Ricardo estaba asomado a la ventana abierta de la Cámara Pintada viendo caer la nieve y escuchando el aullido del viento, ajeno al viento gélido que le azotaba el rostro y sacudía sus pieles.

—El agente de Tudor tuvo la muerte terrible de un traidor, señor —dijo el mensajero—. Lo colgaron en un cadalso nuevo, lo rajaron mientras todavía estaba vivo, le arrancaron las entrañas del vientre y las quemaron ante sus propios ojos. Vivió hasta que el carnicero metió la mano en su cuerpo, pues en ese instante dijo: "¡Oh, Señor, más problemas todavía!", y entonces expiró.

Alguien comentó entre dientes: "Así deberían terminar todos los traidores". A lo que muchos de sus nobles y unos cuantos de sus oficiales y caballeros murmuraron: "Sí, desde luego".

Ricardo despidió al mensajero con un movimiento de la cabeza y el hombre se retiró. No sentía ninguna satisfacción, sólo una terrible tensión en el cuerpo. Regresó nuevamente a la mesa del consejo, tomó un documento de un fajo de papeles y se lo tendió al mensajero de Calais que había traído las malas noticias de hacía dos días.

—Concedo el perdón absoluto a la plaza fuerte de Hammes. Partiréis hoy mismo y les informaréis de ello.

—Mi señor, la esposa del traidor Blount no pudo escapar con él. ¿Deseáis que se la haga volver a Inglaterra para ser castigada?

—Ella está incluida en el perdón y puede ir adonde desee.

—¿Incluso a Francia?

—Sí —contestó Ricardo.

—¡Sois demasiado clemente, mi señor! —exclamó sir Ralph Ashton en tono de indignación y la mano en la empuñadura de su daga.

—A excepción de Margarita de Anjou y de Bess Woodville, las mujeres no participan en los problemas que causan los hombres —dijo Ricardo sin ánimo.

—Los traidores deben ser aplastados, mi señor. Tienen que recibir un castigo ejemplar... ¡de lo contrario se reproducirán como gusanos y os comerán vivo!

—No cabe duda de que tenéis razón, Ashton, pero ésa no es mi manera de hacer las cosas. —Volvióunos ojos apáticos hacia su secretario—. Kendall, expedid disposiciones de leva para los hombres que fueron nombrados reclutadores el pasado mes de mayo. Tienen que ordenar a mis súbditos que estén preparados para resistir a los rebeldes.

Howard meneó su cabeza plateada.

—Es demasiado pronto, mi señor. Tudor no puede lanzar otra invasión hasta la primavera. Todavía hay tiempo. El reino está cansado de los llamamientos a las armas y los rumores de guerra. Se acerca la época navideña... es mejor no recordarles que la paz no está próxima. Además, no hay dinero. —Sus palabras fueron recibidas con un fuerte murmullo de asentimiento.

—¿Y qué tengo que hacer hasta entonces? —Ricardo estalló de pronto. ¿Quedarme de bracos cruzados y ver morir a Ana? Incapaz de contener la angustia que amenazaba con hacerle perder la compostura, giró sobre sus talones y abandonó la estancia.

Sus consejeros se lo quedaron mirando, anonadados por ese arrebato que no había tenido provocación.



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