Las distancias del cine by Jacques Rancière

Las distancias del cine by Jacques Rancière

autor:Jacques Rancière [Rancière, Jacques]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Filosofía, Arte, Comunicación, Cine
editor: ePubLibre
publicado: 2011-01-01T00:00:00+00:00


Dios sabe cuánto amé, Vincente Minnelli, 1958.

Lo que hace las veces de fogatas es el disparo que pone fin a las proezas sexuales del mal esposo (Herencia de la carne) o a los sueños de la tramp que querría escapar a su condición (Dios sabe cuánto amé). Ginny, la heroína de Dios sabe cuánto amé, es una hermana ficcional de Tootie o de Manuela. Pero, como Emma Bovary, tiene la desgracia de estar sumergida en otro universo, el universo adulto de un mundo social «real». Ese mundo también tiene sus fiestas. Pero estas no permiten anular las diferencias en la actuación del payaso o el aquelarre de los niños. En él, el ballet es sólo un baile, o sea una ceremonia social. El baile en la Vaubyessard sólo saca a Emma Bovary de su condición para confirmársela mejor. En este aspecto, la feria de Parkman es similar al baile del marqués normando. El brillo de las lámparas de colores sigue siendo allí un decorado social, una llama apenas apta para que las mariposas se quemen en ella. Así hace Ginny, que no tiene siquiera la dolorosa felicidad de Emma, la de saber identificar las inaccesibles «cosas bellas».

Las plumas rosas del peinado de la recién casada —que parecen torpemente arrancadas al sombrero de amazona de Emma— o el almohadón bordado sobre el cual descansa la muerta, que más parece cegada por la luz que ultimada por la bala del celoso, no son accesorios de actuación. Sólo son artículos de tienda, testimonios del mal gusto que aun en la muerte la separan de todos aquellos que tienen un sentido, por flexible que sea, de las distinciones sociales. El melodrama es la ficción límite, la situación en la cual el paso a la actuación queda bloqueado y el intercambio de posiciones es imposible.

El peligro no es, por lo tanto, perderse en el sueño. Es no poder actuar, no poder representar, no poder hacer: el blanco del que el joven Stevie habla a la mujer del doctor McIver al comienzo de la más extraña de las ficciones minnellianas, Pasiones sin freno. Allí, el joven huésped de la clínica psiquiátrica menciona las paredes blancas de otra clínica, donde un pintor moribundo, Derain, reclamaba verde y rojo, como Goethe, en su agonía, reclamaba más luz. El blanco es la excitación cero o la excitación vuelta contra sí misma: el manicomio donde se repite indefinidamente la novela familiar desventurada. Esta vez, sin embargo, a partir de ese punto cero parece poder recuperarse cierta forma de actuación. Entre la levedad de las comedias musicales y el patetismo de los melodramas, Pasiones sin freno constituye un puente ejemplar. En este filme todo el drama se juego en torno de un ridículo asunto de decoración, que se revela portador, no obstante, de toda una concepción de la puesta en escena. Decorador e incluso modisto son calificativos atribuidos de buena gana a Minnelli. Y a menudo se presenta al «hombre prisionero de su decorado» como el resumen del drama minnelliano. Con todo, la cuestión de la puesta en escena es en él de muy otra complejidad.



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