Moderato cantabile by Marguerite Duras

Moderato cantabile by Marguerite Duras

autor:Marguerite Duras [Duras, Marguerite]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1957-12-31T16:00:00+00:00


5

* * *

—Te acordarás —dijo Anne Desbaresdes—, quiere decir moderado y cantante.

—Moderado y cantante —repitió el niño.

A medida que la escalera subía, unas cuantas grúas se elevaban en el cielo hacia el sur de la ciudad, todas en movimientos idénticos cuyos tiempos distintos se entrecruzaban.

—Ya no quiero que te riñan, de lo contrario me muero.

—Yo tampoco quiero. Moderado y cantante.

Una pala gigante, babeando arena mojada, pasó por delante de la última ventana de aquella planta, con sus dientes de bestia hambrienta aferrados a su presa.

—La música es necesaria, y debes aprenderla, ¿entiendes?

—Lo entiendo.

El apartamento de la señorita Giraud estaba lo bastante alto, en la quinta planta del inmueble, como para que la vista desde sus ventanas se adentrara muy lejos en el mar. Aparte el vuelo de las gaviotas, nada se perfilaba pues ante los ojos de los niños.

—Entonces, ¿ya lo sabe? Un crimen, pasional, sí. Siéntese, señora Desbaresdes, se lo ruego.

—¿Qué es lo que era? —preguntó el niño.

—Anda, rápido, la sonatina —dijo la señorita Giraud.

El niño se puso al piano. La señorita Giraud se instaló a su lado, el lápiz en la mano. Anne Desbaresdes se sentó un poco apartada, cerca de la ventana.

—La sonatina. Esa bonita sonatina de Diabelli, anda, toca. ¿En qué compás está esa linda sonatina? Anda, dilo.

Al sonido de aquella voz, el niño se retrajo enseguida. Pareció reflexionar, tomó su tiempo y quizá mintió.

—Moderado y cantante —dijo.

La señorita Giraud cruzó los brazos y le miró suspirando.

—Lo hace adrede. No hay otra explicación.

El niño no se inmutó. Con las dos manitas cerradas encima de las rodillas esperaba la ejecución de su suplicio, tan sólo satisfecho por lo irremediable de eso tan suyo, de su repetición.

—Los días se alargan —dijo suavemente Anne Desbaresdes—, a ojos vistas.

—Efectivamente —dijo la señorita Giraud.

El sol, más alto que la última vez a esa misma hora, era testigo. Además, el día había sido lo bastante bueno como para que una bruma recubriera el cielo, ligera, sin duda, pero aun así precoz.

—Espero que lo digas.

—Tal vez no haya oído.

—Lo ha oído perfectamente. Usted no entenderá nunca una cosa, señora Desbaresdes, y es que lo hace adrede.

El niño volvió un poco la cabeza hacia la ventana. Permaneció así, al sesgo, mirando, en el muro, el muaré del sol reflejado en el mar. Tan sólo su madre podía verle los ojos.

—Mi pequeña vergüenza, tesoro mío —dijo ella bajito.

—Cuatro tiempos —dijo el niño, sin esfuerzo, sin moverse.

Sus ojos eran casi del mismo color del cielo, aquella tarde, con la diferencia de que en ellos bailaba también el oro de su cabello.

—Un día —dijo la madre—, un día lo sabrá, lo dirá sin vacilar, es inevitable. Incluso si no quiere, lo sabrá.

Ella rió alegre, silenciosamente.

—Debería darle vergüenza, señora Desbaresdes —dijo la señorita Giraud.

—Eso parece.

La señorita Giraud desplegó los brazos, golpeó el teclado con su lápiz, como acostumbraba a hacer desde hacía treinta años de enseñanza, y gritó.

—Las escalas. Escalas durante diez minutos. Así aprenderás. Do mayor para empezar.

El niño volvió a situarse de cara al piano. Sus manos se levantaron a la vez y juntas tomaron posición con triunfal docilidad.



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