Chavales del arroyo by Pier Paolo Pasolini

Chavales del arroyo by Pier Paolo Pasolini

autor:Pier Paolo Pasolini [Pasolini, Pier Paolo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1955-04-22T16:00:00+00:00


VI

El baño en el Aniene

delante, Alichino y Calcabrina

—fue diciendo uno a uno—, y tú, Cagnazzo,

y que a los diez conduzca Barbariccia.

Libicocco después, y Draghinazzo,

Ciriatto sañudo, y Graffiacane.

Y Farfarello, y Rubicante el loco.

DANTE, Infierno

Tengo un hambre que me voy de hilo —gritó el Begalone.

Se quitó la camiseta, de pie en la hierba mugrienta y apelmazada del ribazo del Aniene, entre matorrales carbonizados; se desabrochó los pantalones y se puso a mear tal como estaba.

—¿Y aquí meas? —le gritó el Caciotta, que se estaba quitando los calcetines un poco más abajo.

—No, si te parece, me voy a mear a Via Arenula, atontao —le dijo el Begalone.

—Ahora a bañarnos —dijo con rostro satisfecho el Caciotta, que en aquellos tres años había engordao—, y luego al cine.

—¿Y el dinero qué? —preguntó con sorna Alduccio.

—Eso es cosa mía —contestó el Caciotta.

—Se ve que ha ido a por colillas ayer noche —gritó, ya con los pies en el agua, desnudo, Alduccio.

—Vete a tomar por culo, anda —se limitó a contestarle el Caciotta, mientras ataba su ropa con la correa.

La puso junto a la de los demás al lado de un matojo polvoriento y se fue a lo alto del ribazo, a un prado en el que el trigo había sido cortado hacía poco, donde pastaban dos o tres caballos; algunos chiquillos que habían llegado antes del mediodía se habían puesto allí arriba a darse trompones.

—¿Desnudos estáis? ¡Guarros! —les gritó el Caciotta.

—¡Olvídame! —le gritó el Sgarone.

—Como te pille, cabrón… —le gritó el Caciotta, y se arrancó para él.

Pero el otro salió disparado por el ribazo casi perpendicular de detrás del trampolín. Por lo demás, también el Begalone, el Tirillo y los otros machongos estaban desnudos. El Caciotta decía lo que decía porque por la mañana le había robado los calzoncillos al sobrino y, cosiéndolos él mismo, se había hecho un taparrabos.

—Míralo cómo farda —dijo riéndose el Begalone.

Se oía dar voces en medio del río, que fluía estrecho y oscuro, aun bajo el sol, entre las orillas repletas de cañas y de matorral; los chavales que habían ido a la draga a tirarse llegaban chillando agarrados a balsicas de cañas.

—¡A cruzar el río! —gritó Alduccio desde abajo, y se metió en el agua.

Casi todos hicieron lo mismo; los chiquillos dejaron de darse trompones y se acercaron a verlo.

—¿Tú no te tiras? —le preguntaron al Caciotta.

—Ánimo no me falta —contestó él—, es el miedo lo que me jode.

Los otros atravesaron el río a grandes brazadas, cruzándose con los que llegaban con las cañas, y alcanzaron la otra orilla, que discurría a cuerda, mugrienta. Un regatillo blanco como la cal la partía en dos, entre el fango apelmazado y los viejos matorrales, a los pies de la tapia de la fábrica de lejías, con sus cisternas verdes y sus muretes color tabaco, sin ventanas. El Begalone fue a bañarse debajo del desagüe blanco de la lejía.

—Eso es lo que te hace falta a ti —le gritó el Caciotta.

El Begalone, las manos de bocina, le respondió gritando desde la otra orilla, casi sin volver la cabeza:

—Ven tú a lavar a tu hermana.



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