La vejez de Heliogábalo by Antonio de Hoyos y Vinent

La vejez de Heliogábalo by Antonio de Hoyos y Vinent

autor:Antonio de Hoyos y Vinent [Hoyos y Vinent, Antonio de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1911-12-31T16:00:00+00:00


—¡Ole! ¡ole!

—¡Ay, mi niño!

El cantador se enardecía:

Por una mujer traidora,

Por una mujer traidora,

—¡Ole! ¡ole!

—¡Anda, mi niño! ¡Duro ahí!

Porcuna mujer traidora

Pené en Ocaña diez años;

Por una mujer traidora

¡Lloro yo mis desengaños!

La Dengosa se alzaba de su silla lentamente y avanzaba lánguida hacia el centro del tablado; allí se detuvo un instante, retorcióse como presa de oculto mal, pegó un zapateado que subrayaron las palmas é irguióse en un paso de danza inverosímil. Envuelto en los pliegues de la bata azul, su cuerpo, de lascivas curvas y blanduras excitadoras, ondulaba sabiamente al compás del castañeteo de los dedos, alzados al nivel de la cabeza, ladeada sobre un hombro. Bajo los sucios encajes, los senos temblaban levemente, y las caderas giraban en voluptuoso espasmo mientras los pies, sin moverse apenas del suelo, trenzaban raros arabescos.

La guitarra gemía voluptuosidades. Era la música lasciva y triste en que quedó prisionera el alma mora al emprender el éxodo la raza errante; música llena de pena y de lujuria, de sangre y de sol, de luna y de lágrimas; música que decía de mujeres desfallecidas de amor en Alhambras de ensueño, de bocas que se fundían en las noches azules entre el suspirar de una fuente y el aroma de los naranjos en flor.

Mientras el cuerpo de la bailadora oscilaba con lentitudes de amoroso espasmo, en el rostro, cobijado por la aceitosa masa de los cabellos, los ojos languidecían y la boca húmeda jadeaba una sonrisa. De pronto las palmas redoblaron, el guitarreo se hizo más vehemente y la Dengosa vibró toda en un postrer espasmo.

Aplaudieron. Había estado pero que muy bien.

Ahora llegábale la vez á la Lunarona. Sus curvas enormes, agresivas, destacábanse bajo los hórridos colorines de un pañuelo de talle de crespón bordado; la corta falda dejaba al aire unas pantorrillas de luchador sustentadas por unos pies de gallego, y los rojos corales que ceñían el cuello hacían resaltar el rostro sin expresión.

Comenzó. Cada paso que daba hacía retemblar el tablado y aun el café entero con oscilaciones de terremoto; copas y botellas danzaban estrepitosamente y parecía que de un momento á otro los anaqueles, cargados de licores, iban á venir abajo.

En aquel momento abrióse la puerta y todos, llenos de asombro, vieron entrar, por segunda vez aquella noche, á la Chamorro. Ahora no traía sombrero, ni venía con ella Don Florentín. Llegaba de trapillo, con un gabán de paño gris y una cinta azul alzando sus cabellos; por acompañante remolcaba una criada.

Acercóse á la mesa con afectadas risas y gran jaleo de broma, tratando á sus compañeros con una fingida camaradería, á que no les tenía ciertamente habituados.

¡Cabeza como la suya! ¡Pues no había perdido su saco de mano! Y se le había metido entre ceja y ceja que lo había dejado allí.

—Pues aquí no está —formuló secamente Katty.

Los demás aparentaron buscarlo con aparente interés, mientras cambiaban entre sí guiños y sonrisitas irónicas y disimulaban con carraspeos sus rabiosas ganas de reir. Pero la recién llegada no se dió por aludida ni de lo uno ni de lo otro, y rió bromeando:

—Pues nada, lo perdí.



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