La sombra del viento by Carlos Ruiz Zafón

La sombra del viento by Carlos Ruiz Zafón

autor:Carlos Ruiz Zafón [Ruiz Zafón, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2001-01-01T05:00:00+00:00


30

Un portón de madera podrida nos condujo al interior de un patio custodiado por lámparas de gas que salpicaban gárgolas y ángeles cuyas facciones se deshacían en la piedra envejecida. Una escalinata ascendía al primer piso, donde un rectángulo de claridad vaporosa dibujaba la entrada principal del asilo. La luz de gas que emanaba de esta abertura teñía de ocre la neblina de miasmas que exhalaba del interior. Una silueta angulosa y rapaz nos observaba desde el arco de la puerta. En la penumbra se podía distinguir su mirada acerada, del mismo color que el hábito. Sostenía un cubo de madera que humeaba y desprendía un hedor indescriptible.

—AveMaríaPurísimaSinPecadoConcebida —ofreció Fermín de corrido y con entusiasmo.

—¿Y la caja? —replicó la voz en lo alto, grave y reticente.

—¿Caja? —preguntamos Fermín y yo al unísono.

—¿No vienen ustedes de la funeraria? —preguntó la monja con voz cansina.

Me pregunté si aquello era un comentario sobre nuestro aspecto o una pregunta genuina. A Fermín se le iluminó el rostro ante tan providencial oportunidad.

—La caja está en la furgoneta. Primero quisiéramos reconocer al cliente. Puro tecnicismo.

Sentí que se me comía la náusea.

—Creí que iba a venir el señor Collbató en persona —dijo la monja.

—El señor Collbató le ruega le disculpe, pero le ha salido un embalsamamiento de última hora muy complicado. Un forzudo de circo.

—¿Trabajan ustedes con el señor Collbató en la funeraria?

—Somos sus manos derecha e izquierda, respectivamente. Wilfredo Velludo para servirla, y aquí a mi vera mi aprendiz, el bachiller Sansón Carrasco.

—Tanto gusto —completé.

La monja nos dio un repaso sumario y asintió, indiferente al par de espantapájaros que se reflejaban en su mirada.

—Bienvenidos a Santa Lucía. Yo soy sor Hortensia, la que les llamó. Síganme.

Seguimos a sor Hortensia sin despegar los labios a través de un corredor cavernoso cuyo olor me recordó al de los túneles del metro. El corredor estaba flanqueado por marcos sin puertas tras los cuales se adivinaban salas iluminadas con velas, ocupadas por hileras de lechos apilados contra la pared y cubiertos por mosquiteras que ondeaban como sudarios. Se escuchaban lamentos y se adivinaban siluetas entre la rejilla de los cortinajes.

—Por aquí —indicó sor Hortensia, que llevaba la avanzadilla unos metros al frente.

Nos adentramos en una bóveda amplia en la que no me costó gran esfuerzo situar el escenario del Tenebrarium que me había descrito Fermín. La penumbra velaba lo que a primera vista me pareció una colección de figuras de cera, sentadas o abandonadas en los rincones, con ojos muertos y vidriosos que brillaban como monedas de latón a la lumbre de las velas. Pensé que tal vez eran muñecos o restos del viejo museo. Luego comprobé que se movían, aunque muy lentamente y con sigilo. No tenían edad o sexo discernible. Los harapos que los cubrían tenían el color de la ceniza.

—El señor Collbató dijo que no tocásemos ni limpiásemos nada —dijo sor Hortensia con cierto tono de disculpa—. Nos limitamos a poner al pobre en una de las cajas que había por aquí, porque empezaba a gotear, pero ya está.



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