La senda peligrosa by James Oliver Curwood

La senda peligrosa by James Oliver Curwood

autor:James Oliver Curwood [Curwood, James Oliver]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1910-04-23T05:00:00+00:00


Capítulo XI

La casa de la muerte roja

A la mitad de la cuesta, una palabra de Croisset hizo detener al ingeniero. Juan había trabado el trineo con un montón de ramas en la cumbre de la montaña y estaba mirando hacia atrás cuando Howland se volvió hacia él. El borde escarpado de aquella parte de la colina de la que iban descendiendo dibujaba claramente su negra silueta contra el cielo, y en este borde los seis perros del trineo estaban sentados sobre sus grupas, silenciosos e inmóviles, semejantes a extrañas gárgolas de piedra, puestas allí para guardar la infinita llanura. Howland se quitó la pipa de la boca al observar el creciente interés de Croisset. El hombre miró nuevamente hacia los perros. Algo había en sus actitudes, en la inmóvil aspiración con que sus hocicos se hundían en el aire de la noche tranquila y misteriosa, alumbrada por las estrellas, que llenaba de un indefinible sentimiento de horror. Entonces llegó a sus oídos el sonido que había hecho detenerse a Croisset —un suave, quejumbroso lamento que no parecía tener principio ni fin, sino brotar de sus propios sentidos formando parte del aire que respiraban una nota de infinita tristeza que le hizo permanecer asombrado e inmóvil, lo mismo que a. Juan Croisset. Y cuando creyó que se había extinguido, el lamento sonó otra vez, haciéndose más y más intenso, hasta que al fin pasó sobre él como un simple aullido que le helaba hasta la medula de los huesos. Era algo semejante al aullido del lobo que había escuchado la primera noche que se asomó al desierto y, sin embargo, distinto. En aquél había sido el grito de la selva, del hambre, de la infinita desolación de vida, lo que le había impresionado. En éste era la muerte. Permaneció temblando mientras Croisset se llegaba a él, su fino rostro brillando a la luz de las estrellas. No se oía otro sonido que el latido de sus propios corazones cuando Juan habló:

—Señor, nuestros perros aúllan como no lo hacen sino cuando alguien ha muerto cerca o está a punto de morir —murmuró—. Fue Woonga quien dio el primer aullido. Tiene once años y no se ha equivocado una sola vez. Había un inquieto brillo en sus ojos.

—Tengo que atarle a usted las manos, señor.

—¿Pero no le he dado mi palabra, Juan? —Las manos, señor. La muerte está cerca de nosotros, en la llanura, o está para llegar muy pronto. Tengo que atarle las manos. Howland alargó las manos por detrás y Juan se las ató.

—Creo entenderle —dijo tranquilamente, oyendo otra vez el aullido en la cumbre de la montaña—. Teme usted que yo le mate.

—Es un aviso, señor. Usted podría intentarlo. Pero probablemente sería yo quien le matase a usted. Como lo hemos arreglado ahora —y se encogió de hombros a tiempo que echaba a andar hacia abajo—, hay poca probabilidad de que yo obedezca la orden de la muerte.

—¡Que los santos a quienes usted adora me salven, Juan; pero veo que todo esto es muy divertido! —gruñó Howland—.



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