La seductora muerte by Burton Hare

La seductora muerte by Burton Hare

autor:Burton Hare
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga, Novela, Policial
publicado: 1967-06-30T23:00:00+00:00


CAPÍTULO VIII

Se movió con infinito cuidado, dejando que la cabeza de May reposara en el respaldo del diván y la contempló un instante dormida. Una vez más, experimentó un extraordinario sentimiento de ternura por aquella mujer, cuya vida, en cierto modo, él había contribuido a modelar, arrancándola casi violentamente del ambiente en que estaba hundiéndose…

Se levantó con cuidado y salió a la terraza. La noche era clara y no soplaba ni un asomo de aire. Todo estaba quieto a su alrededor, envuelto en un silencio completo. A lo lejos, como un manto tendido a sus pies, los millones de luces de la ciudad se extendían hasta el infinito, salpicadas de colores que eran como estrellas relampagueantes. Max se colocó a un lado de la puerta y sentándose en el suelo siguió esperando.

Cualquier otro hombre en su lugar habría sido víctima de sus nervios a causa de aquella espera capaz de enervar a otro menos acostumbrado a la inmovilidad nocturna en emboscadas, asaltos y golpes de mano.

Transcurrió tanto tiempo que llegó a pensar que aquella noche ya no sucedería nada. No obstante, al fin oyó un leve roce en el jardín. Podía haber sido producido por cualquier bicho inquieto, quizá un lagarto. Pero su experimentado oído le reveló que se trataba de un pie humano que había hecho rodar un pequeño guijarro.

Se incorporó lentamente, mientras su mano empuñaba el «Colt-Cobra». Se deslizó como una sombra detrás de una tumbona, mientras en el jardín alguien se movía cautelosamente.

Pronto los vio. Eran dos. Sus siluetas le revelaron que se trataba de tipos altos y fuertes. Avanzaban despacio, asegurándose dónde ponían los pies antes de dar el siguiente paso. Vio también el brillo opaco de sus armas empuñadas y apretó los dientes.

Las sombras se detuvieron al pie de los escalones. Una voz hecha susurro masculló:

—No me gusta eso… demasiado tranquilo.

—El tipo debe haberse largado de aquí —le respondió el otro—. Benny dijo que lo había asustado.

Subieron despacio, moviéndose como gatos. Se detuvieron nuevamente al pisar la terraza. Entonces, Mas se levantó en silencio y ordenó:

—¡Suelten las armas y no se muevan!

Se quedaron quietos, paralizados de estupor. Luego, uno de ellos empezó a volverse, pero se inmovilizó otra vez cuando oyó el seco chasquido del percutor de su revólver al ser montado.

—Hay un revólver apuntándoles, camaradas —les advirtió Max con sorna—. Suelten sus armas.

Dos golpes secos sobre la madera anunciaron que la orden había sido obedecida. Sólo entonces Max avanzó hasta colocarse a espaldas de los dos hombres. Sin previo aviso, sin que su respiración se agitara, descargó un tremendo culatazo contra la nuca del que tenía más cerca. El hombre se desplomó hacia adelante como un fardo, ante el atemorizado estupor del otro.

—Es difícil vigilar a dos prisioneros a la vez —dijo Max en voz baja—. Tú, recoge a tu compinche y éntralo en la casa. Vamos a celebrar una conferencia…

El entró detrás del otro y al cruzar el umbral encendió la luz. En el diván, May abrió los ojos y miró a su alrededor un poco aturdida.



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