La séptima carta by Vintilă Horia

La séptima carta by Vintilă Horia

autor:Vintilă Horia [Horia, Vintilă]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Filosófico
editor: ePubLibre
publicado: 1963-12-31T16:00:00+00:00


Desde que os hablo, veo más claro en mi interior. Al igual que una vela, o que una bebida mágica, esta larga carta me ayuda a mirar en el fondo de un pozo. Sobre las redondas paredes de éste descubro signos trazados por mí mismo mientras iba bajando a él, o mientras iba subiendo por él, según el nombre que deis a mi itinerario. ¿Existen, realmente, lo alto y lo bajo? ¿No serán falsas perspectivas de nuestra peligrosa movilidad?

Hubiera querido hacer de Carminos uno de los guardianes de mi Calípolis, su forjador de espadas y de lanzas. Le hablé de ello un día y se convirtió, al igual que Dión, en uno de los que soñaban en mi posible espejismo. Se volvió más locuaz, mientras su mujer se volvía más silenciosa, como si se hubieran confiado uno a otro lo que les faltaba para hacerse dignos de aquella tarea. Me hizo visitar su fábrica, en la que, con hierro traído del país de los etruscos, modelaba esa mano más dura, o tal vez más suave, que es la espada. Me invitó a ir a su casa, donde Mirina nos preparaba comidas de Mileto, siracusanas o persas, que eran su modo peculiar de contar su vida.

Yo pasaba las mañanas en la Corte, con Dionisio o con Dión, seguro de haber ganado la partida, pero tenso aún por el esfuerzo que me imponía aquella reconciliación; y ello no cesaba de fatigarme, a pesar de la paz que reinaba en la Corte. Esperaba con impaciencia la primera brisa de la noche para llegar a la casa de Jenarcos como llega el borracho a la taberna, de tal manera experimentaba la necesidad de relajarme.

Podría incluso considerar aquellos días, situados entre dos ráfagas de viento, como los más felices de mi segunda estancia en Siracusa, si Briseida no los hubiera ensombrecido con su involuntaria revelación, que me hizo entrever la inmensidad del dolor en que se había hundido. Nunca me había abandonado el deseo de estar a su lado; únicamente, enervado por lo que acababa de pasar en la Corte y por el peligro que se había cernido sobre mí, la había descuidado un poco, prefiriendo a la suya la ruidosa compañía de Jenarcos, o el acogedor silencio de Carminos. Fui a verla.

La noche, sofocante y quieta, presagiaba la proximidad de la tormenta, las moscas picaban como si fueran mosquitos y yo sudaba copiosamente al subir por las estrechas callejuelas, llenas de sillas y de mujeres que habían salido de sus casas para huir de los horrores del calor, que transformaba los interiores de las viviendas en hornos de panaderos. Los niños lloraban, las madres reían sin motivo aparente, los viejos dormitaban sobre los escabeles, delante de las puertas abiertas, aturdidos por el aire tórrido e inmóvil. Un cielo negro, surcado de ligeras nubes blancas, había encerrado la ciudad y el mar bajo una cúpula de hierro, de más en más cercana, como un tornillo de banco cuyas mandíbulas se fueran cerrando lentamente, para triturarlo todo en un abrazo final.



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