La rueda del tiempo - el corazón del invierno by Robert Jordan

La rueda del tiempo - el corazón del invierno by Robert Jordan

autor:Robert Jordan [Jordan, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: - Divers
publicado: 2009-12-12T20:56:46+00:00


Además, necesitarían dos piedras arrojadas con buena puntería, encontrándote tú aquí.

Sareitha resopló de nuevo, pero Elayne puso gran empeño en hacer caso omiso de la obstinación de la otra mujer. Ojalá pudiese obviar también su presencia, pero eso era imposible. Él paseo de esa mañana no era sólo para que la viesen. Halwin Norry le había presentado datos y cifras a montones con su voz monótona que casi conseguía dormirla, pero quería comprobar esos informes por sí misma. Norry era capaz de hacer que un disturbio sonase tan anodino como un informe sobre el estado de las cisternas de la ciudad o sobre los gastos de la limpieza de las alcantarillas. En la multitud abundaban los forasteros: kandoreses con barba dividida, illianos con barba y sin bigote, arafelinos con campanillas de plata en las trenzas, domani de tez cobriza, altaraneses de tez olivácea, atezados tearianos, cairhieninos que se distinguían por su baja estatura y pálida piel. Algunos eran mercaderes, atrapados por la repentina llegada del invierno o que esperaban llevar la delantera a la competencia, gentes ampulosas, de rostros satisfechos, que sabían que el comercio era la sangre vital de las naciones; y todos y cada uno de ellos afirmaban ser una arteria principal aun cuando los delatara una chaqueta mal teñida o un broche de latón y cristal. Gran parte de los que iban a pie llevaban chaquetas desgastadas y raídas, pantalones hasta la rodilla, vestidos con los bajos rozados, y capas gastadas o ni siquiera eso. Eran refugiados, o expulsados de sus hogares por la guerra o gentes que se habían lanzado a los caminos en la creencia de que el Dragón Renacido había roto todos los vínculos que los ataban. Caminaban encogidos para protegerse del frío, el rostro demacrado, la expresión derrotada, dejándose llevar por el río de personas.

Al fijarse en una mujer de ojos apagados, que avanzaba tambaleante entre la multitud, cargada con un niño, Elayne sacó una moneda de la escarcela y se la dio a una mujer de la Guardia, una joven de mejillas tersas y ojos fríos. Tzigan afirmaba ser de Ghealdan, hija de un noble menor; en fin, posiblemente era ghealdana, al menos. Cuando la mujer se inclinó sobre la silla para tender la moneda, la mujer cargada con el niño pasó de largo sin percatarse, sin verla. Había demasiados así en Caemlyn. El palacio alimentaba a miles cada día, en cocinas repartidas por toda la ciudad, pero eran muchos los que ni siquiera tenían fuerzas para ir a recoger su ración de pan y sopa. Elayne alzó una plegaria por la mujer y su hijo mientras volvía a guardar la moneda en la escarcela.

—No puedes dar de comer a todos —musitó Sareitha.

—En Andor no se permite que los niños pasen hambre —contestó Elayne, como si publicara un edicto; lo cierto es que no sabía cómo impedirlo. Todavía quedaban víveres de sobra en la ciudad, pero ninguna orden podía obligar a la gente que comiera a la fuerza.

Algunos de los forasteros habían



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