La perra de Alejandría by Pilar Pedraza

La perra de Alejandría by Pilar Pedraza

autor:Pilar Pedraza [Pedraza, Pilar]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2003-09-01T00:00:00+00:00


11

La parte subterránea de la cárcel del pretorio, a la que fueron conducidos los detenidos, era inmensa y oscura. La luz y el aire entraban por un ventanuco enrejado, situado cerca del techo, a través del cual se veían los pies de los guardias que caminaban por el patio central. Los prisioneros que ya estaban dentro cuando ellos llegaron parecían borrachos o locos. Sólo uno, que permanecía sentado en un rincón sin alborotar, le inspiró a Bárbaro alguna confianza. Se acercó a él, que le miró con ojos enrojecidos y sin mover un músculo.

—Dime, ¿dónde estamos? —le preguntó.

—En la cárcel, ¿no lo ves? —⁠respondió sin gana el muchacho. No tendría más de quince años.

—Le pescaron el otro día cerca del teatro griego, cuando los cristianos armaron aquel jaleo durante las fiestas —⁠informó otro⁠—. No está bien el pobre, déjale en paz.

—Yo no he hecho nada —dijo el jovencito sin mirar a ninguno de los dos⁠—. Vendía agua y los hombres del obispo me insultaron y hasta me rompieron el cántaro, porque dijeron que apagaba la sed de los paganos. Me quejé a un guardia del prefecto y lo único que conseguí fue que me trajeran a esta pocilga.

—Discutiste con él y le arañaste, amigo. Le dejaste señalada la jeta. A los guardias no les gusta que les pongan la mano encima —⁠comentó el preso entrometido, riendo.

El muchacho escondió la hirsuta cabeza entre los brazos y sollozó roncamente de fastidio y desesperación. No era griego ni egipcio sino oscuro, con la graciosa esbeltez de los etíopes en cada parte de su cuerpo, como si lo hubieran estirado cuando aún tenía los huesos blandos.

—No llores, hombre. No has cometido ningún crimen. Te soltarán —⁠dijo Bárbaro, enternecido por la indefensión y la inocencia del muchacho.

—No me importa que me suelten o no. El mal está hecho. ¿Y tú, qué? He oído que todos vosotros habéis sido apresados por haber matado a una maestra del Museo. ¡Qué vergüenza! Con razón dices que yo no he cometido ningún crimen. A tu lado, desde luego, soy un santo.

—¡Eh, chico, que yo no tengo nada que ver con eso! —⁠protestó Bárbaro⁠—. Al contrario, soy un estudiante del Museo, un alumno de la muerta. He presenciado la desgracia y me han traído entre los asesinos por error, pero ni siquiera sé por qué la han matado. Quiero hablar con el prefecto Orestes. Es tío y padre adoptivo de mi amigo Filoxeno. Haré que me saque de aquí, y luego os ayudaré. ¿Qué puedo hacer para que me lleven ante él?

Un hombre sin nariz ni orejas, que seguía con curiosidad la conversación de los jóvenes, metió baza.

—¡Ver al prefecto Orestes! —⁠se echó a reír mostrando las encías sin dientes. Hablaba farfullando y su cara parecía una repugnante calavera⁠—. Todo el mundo quiere ver al prefecto cuando llega, y todos son parientes suyos, qué casualidad; pero el hecho es que en este agujero no vemos más que el arrugado culo del carcelero y la verga del verdugo. Con ellos, a



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