la otra India by Ramiro Calle

la otra India by Ramiro Calle

autor:Ramiro Calle
La lengua: spa
Format: epub
editor: Ediciones B, S.A.
publicado: 2013-08-19T16:00:00+00:00


SUNDERBANS

¿Podría creerse el desorden existente en el ministerio de no vivirse personalmente? Ni siquiera es posible una descripción exacta y vívida del mismo. Llegué a Calcuta una vez más, pero en esa ocasión con ánimo de desplazarme hasta Sunderbans, uno de los estuarios más importantes del mundo.

Me enteré de que se necesitaba un permiso para viajar hasta el estuario. Ya entonces me temí lo peor, porque de lo poco que dejaron los ingleses a los indios, y de lo peor, fue una densa, inextricable e insufrible burocracia, que todavía impera en un país puntero en el software y que se jacta de fabricar misiles y poseer la bomba atómica.

Llegué a media mañana al gran edificio colonial en el que debía buscar el departamento en que solicitar el permiso, en la zona de Dalhousie Square. Ya entrar en el edificio y orientarme un poco fue uno de los primeros calvarios. Había una marea de gente entrando y saliendo, indolentes policías y un descuido general del interior del edificio, carente de un mantenimiento básico. De aquí para allá, como una peonza, hasta que por fin me dijeron que era en uno de los pisos superiores. Corriendo al ascensor: ¿para qué? Para aguantar una nutrida cola, en la que la mayoría se colaba con desfachatez, y no lograr nunca entrar en el viejo y atestado y renqueante ascensor. Lo mejor era hacer un poco de ejercicio subiendo por la escalera, donde también la riada de gente resultaba impresionante, aunque más terrible aún fue comprobar que en cada descansillo había literalmente montones de basura: restos de comida, vasos de plástico, latas de refrescos, papeles y cartones y un largo etcétera. Olor a alimentos especiados, sudor y un desinfectante barato y hediondo. Unos subíamos y otros bajaban, y a veces nos topábamos de frente, a empellones, como si estuviéramos celebrando un partido de rugby. Llegué al piso indicado y entonces comencé a buscar, otra vez de aquí para allá, el departamento correspondiente. ¡Por fin lo hallé! Entré y el espectáculo que se ofreció a mi vista me resultó increíble. Había un buen número de funcionarios, pero estaban todos comiendo en sus mesas, abriendo tarteras y sin ningún pudor arrojando los comistrajos por las mesas, ensuciando de grasa los documentos, tirando los vasos de cartón o las latas a un rincón. ¡Vaya, vaya!, me dije sin saber cómo reaccionar. Ni que decir tiene que no iba a profanar el momento sagrado del almuerzo, así que, sin que nadie pareciera reparar en mí o nadie quisiera hacerlo, me senté en una esquina, mientras miraba a unos y otros deleitarse con el almuerzo traído de casa. Y transcurrió el tiempo: veinte minutos, treinta, una hora, así que me incorporé y me dirigí a uno de los mostradores. Ni caso. A otro. Ni caso. A un tercero. Ni caso. Entonces pregunté por el encargado del departamento y finalmente conseguí que se presentase ante mí o yo me presentase ante él, según se mire.

—Me gustaría solicitar un permiso para viajar a Sunderbans —dije.



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