Tiempos negros by AA. VV

Tiempos negros by AA. VV

autor:AA. VV. [AA. VV.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2017-11-18T05:00:00+00:00


CRISTINA FALLARÁS

La última del sanatorio

2002 – Calafell, Cataluña

Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968) es periodista y escritora. Escribe en diversos medios españoles y participa en tertulias políticas de televisión. Ha publicado siete libros, cuatro de los cuales son novelas. Su obra Las niñas perdidas ganó el Premio Hammett de novela negra en 2012.

En la provincia de Tarragona se solea un pueblo llamado Calafell. Hace ya muchos años que no piso Calafell. A veces me doy cuenta de que Calafell no existe. Jamás ha existido.

Ah, pero yo estaba ahí.

Años antes de que los constructores eliminaran aquel palmo de tierra llamado Calafell, yo ya veraneaba en Calafell. Luego suceden cosas que convierten la memoria en una gelatina prieta, algo como una emulsión marrón en cuyo interior ha quedado atrapada una mosca. Entonces, una tiende a creer que Calafell no existió, y con su no existir se evaporan también los acontecimientos.

Es mejor así, y así habría sido si no fuera porque el hombre se ha empeñado en que me acuerde. No me gusta mi niñez. No me gusta recordar que existió.

Al final del pueblo, en el malecón que recorríamos lo que dura la decepción a pie, un puñado de casas de pescadores dejaba blanquear sus huesos a la espera de convertirse en bares. Hasta allí íbamos en bicicleta. Por el día, solo en bici y con chancletas, y por la noche, armados de cuchillos de cocina para visitar el Sanatorio de San Juan de Dios.

El sanatorio había sido un centro para tuberculosos. Los abuelos decían que era por el yodo del mar en la zona, así que sería por eso. A nosotros nos gustaba ir de noche. Nos gustaba ir de noche porque ir de noche al sanatorio no podía gustarle a nadie. Me refiero a que nos gustaba ir, pero no nos gustaba estar ahí. Ir era un alarde de valentía. Estar, una idiotez trufada de ratas, colchones destripados con restos de manchas, utensilios metálicos que no nos atrevíamos a tocar, bacinillas y miseria. Además de los fardos. Grupos de tipos que eran solo sombras y resoplaban, y que a veces hacían gritar a mujeres que nunca vimos, llevaban los fardos desde el mar, pero ese era otro asunto y mejor no hablar. Ellos tenían pistolas, y nosotros, los cuchillos de las cocinas de las madres.

Desde la entrada frontal del sanatorio, enorme con sus columnas y su enorme porche abierto a la orilla, hasta el mar, se llegaba en una carrerita corta.

El Sanatorio de San Juan de Dios quedaba ya fuera del pueblo, aunque no mucho. Lo que entonces llamábamos Calafell no era más que un par de hileras de casas codo a codo paralelas al mar. El sanatorio estaba al final, a menos de dos minutos en bici. No me gustaba ir en bicicleta porque llegaba la última y luego me costaba correr. Siempre acabábamos corriendo para salir del sanatorio. Llegaba la última y salía la última. A veces nos perseguía alguna sombra. Yo era carne de sombra. Tampoco me gustaba ir al



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