La odisea del Ulysses by Alistair MacLean

La odisea del Ulysses by Alistair MacLean

autor:Alistair MacLean [MacLean, Alistair]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Bélico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1955-01-01T05:00:00+00:00


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LA TARDE DEL VIERNES

Se encendió la luz fluorescente, que inundó la ya obscura enfermería. Nicholls se despertó sobresaltado y se protegió instintivamente con una mano sus cansadísimos ojos. Aquella luz le molestaba terriblemente. Entornando los ojos, miró las manecillas de su reloj de pulsera. ¡Las cuatro! ¿Era posible que hubiera dormido tanto? ¡Dios, qué frío hacía!…

Se incorporó en el sillón del dentista, donde descansaba, y volvió la cabeza. Brooks estaba de espaldas a la puerta, y el capuchón sobre su plateada cabeza aparecía cubierto de nieve. Con sus dedos ateridos trataba de sacar un cigarrillo del paquete. Por fin, lo consiguió. Mientras lo encendía, le brillaban los ojos animadamente.

—¡Hola, Johnny! Lamento haberte despertado, pero el patrón quiere verte. Tiene tiempo de sobra. —Pensó, súbitamente compadecido, que Nicholls tenía muy mal aspecto. Parecía enfermo, agotado de cansancio, pero mejor sería no hablarle de ello—. ¿Cómo va eso? Aunque, mejor será que no me lo diga. Aún peor estoy yo. ¿Le queda algo de aquel veneno?

—¿Veneno, señor? —le replicó en aquel tono de broma que formaba parte de las relaciones entre estos dos hombres—. ¿Sólo porque se ha equivocado usted en su diagnóstico? El Almirante estará perfectamente…

—¡Dios! ¡Qué intolerantes son los jóvenes, sobre todo cuando por casualidad llevan razón! Me estoy refiriendo a aquella botella de contrabando procedente de la isla de Mull…

—No Mull, sino Coll —corrigió Nicholls—. No es que me importe, pero le comunico que se la bebió usted entera. —Y miró con una mueca de cansancio al decepcionado Brooks. Luego, compadecido de él, añadió—: Pero me queda una botella de Talisker. —Se levantó y, acercándose al botiquín de los venenos, sacó una botella que llevaba una etiqueta con la palabra «Lysol». La destaponó y oyó —más que vio— cómo se vertía el líquido en los dos vasos y cómo ambos chocaban en un brindis mudo. Se preguntó, con clínica objetividad, por qué le estarían temblando las manos.

Brooks vació en seguida su vaso y suspiró beatíficamente al sentir cuerpo abajo el calorcillo del alcohol.

—Gracias, hombre, gracias. Tiene usted madera de gran médico.

—¿Lo cree usted, señor? Pues, yo no. Yo no. Sobre todo, no puedo creerlo a partir de hoy. —Y se estremeció al recordar—. Cuarenta y cuatro hombres que dentro de diez minutos irán por la borda, uno tras otro, señor, como… como otros tantos sacos de desperdicios.

—¿Cuarenta y cuatro? —se asombró Brooks—. ¿Tantos, Johnny?

—Para ser exactos, señor, éste es el número de los desaparecidos. En realidad, sólo hemos encontrado treinta cadáveres. Lo demás son pedazos sueltos, muchos pedazos… Fue un trabajo de pala y escoba. —Sonrió sin ganas—. Hoy no he cenado. Ni creo que haya comido nada ninguno de los que han formado parte de esa partida… Será mejor tapar esa portilla.

Cruzó la enfermería con paso rápido. A lo lejos, en el horizonte, a través de la escasa nieve que caía, lucía intermitente una estrella. Esto significaba que la niebla había desaparecido, la niebla que había salvado al convoy y que los había ocultado a los submarinos al virar bruscamente hacia el norte.



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