La noche de los tiempos by René Barjavel

La noche de los tiempos by René Barjavel

autor:René Barjavel [Barjavel, René]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1968-01-01T05:00:00+00:00


—Enisorai, era ya usted —dijo Leonova a Hoover—. Ustedes eran ya los americanos puercos, los imperialistas tratando de tragarse al mundo entero y sus accesorios.

—Mi encanto —dijo Hoover—, nosotros, americanos de hoy día, no somos más que europeos desplazados, vuestros primitos de viaje… Me gustaría que Eléa nos muestre un poco cómo era la jeta de los primeros ocupantes de América. Hasta ahora no hemos visto más que Gondas. En la próxima sesión, le pediremos a Eléa que nos muestre a los enisores.

Eléa le mostró a los enisores. Ella había ido con Paikan en viaje a Diédohu, la capital de Enisorai central, para la fiesta de la Nube. Sacó para ellos las imágenes de su memoria.

Llegaron con Eléa en un aparato de larga distancia. En el horizonte, una cadena de montañas gigantescas escalaba el cielo. Cuando estuvieron más cerca, vieron que la montaña y la ciudad no hacían más que uno.

Construida en enormes bloques de piedra, la ciudad se acercaba a la montaña, la recubría, la sobrepasaba, tomaba apoyo sobre ella para proyectar hacia lo alto su lanza terminal: el monolito del Templo, cuya cúspide se perdía en una nube eterna.

Vieron a los enisores trabajar y divertirse. Las necesidades de la población eran tan considerables y su crecimiento tan rápido, que, aun en ese día de la Fiesta de la Nube, no podían parar de edificar. Sin cesar, incansablemente como hormigas, los constructores agrandaban la ciudad, tallaban calles, escaleras y plazas en los flancos todavía vírgenes de la montaña, edificaban murallas, casas y palacios. No utilizaban más herramientas que sus manos. Llevaban sobre el pecho, colgada de un collar de oro, la efigie de la serpiente llama, símbolo enisor de la energía universal. No era solamente un símbolo, sino sobre todo un trasformador. Le daba al que lo usaba, el poder de dominar muy sencillamente con sus manos todas las fuerzas naturales.

Sobre la pantalla grande, los sabios de EPI, vieron los constructores enisores levantar sin esfuerzo bloques rocosos que debían pesar toneladas, posarlos unos sobre otros, ajustarlos entre sí, darles forma, modificarlos, centrarlos con el filo de la mano, alisarlos con la palma, como si fuera masilla. Entre las manos de los constructores, la materia se tomaba imponderable, maleable, dócil. En cuanto dejaban de tocarla, la piedra recobraba su dureza y su masa de piedra.

Los extranjeros invitados a la Fiesta de la Nube no estaban autorizados a aterrizar. Sus máquinas debían quedarse en la estación aérea en las inmediaciones de Diédohu. Sus filas curvas en distintas alturas componían en el cielo como las gradas multicolores de un extraño circo colocado sobre el vacío. Frente a ellos se levantaba el Templo, cuya flecha, construida de un solo bloque de piedra, más alto que los rascacielos de la América contemporánea, hundía su punta en la Nube. Una escalera monumental tallada en su masa, la circundaba en espiral. Sobre esta escalera, desde hacía horas, una muchedumbre subía hacia la cúspide del Templo. Subía lentamente, con su propia gravedad pesando sobre sus músculos, mientras



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