La Muerte Del Corazón by Elizabeth Bowen

La Muerte Del Corazón by Elizabeth Bowen

autor:Elizabeth Bowen
La lengua: spa
Format: epub
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9788415130383
editor: www.papyrefb2.net


De regreso, la señora Heccomb aprovechó para pasarse con Portia por la misa que se celebraba en la capilla. Después entraron por la sacristía y recogieron unas sobrepellices que la señora Heccomb debía llevarse para arreglar. Como no podía permitirse comprar flores hermosas con que decorar el altar, esta era su ofrenda de amor para con la iglesia. «Los chicos son todos unos salvajes», decía, «las clases acaban casi siempre en peleas.» Le llevó cierto tiempo revisar las sobrepellices y algo más de tiempo envolverlas en papel de estraza, con ayuda de unos alfileres. La señora Heccomb, junto con otras damas que tenían acceso a la sacristía, tenía una provisión de papel de estraza para uso personal y la guardaba tras un armario semisagrado de pino. El vicario no estaba al tanto de la existencia de ese papel. Cada vez que la señora Heccomb abría un paquete, guardaba el papel y lo llevaba a la iglesia, así que jamás había papel de estraza en Waikiki... Cuando las dos volvieron a Waikiki con las sobrepellices, Daphne estaba arrastrando sillas por toda la sala de estar.

Daphne se había peinado de una manera diferente y sus cabellos parecían de hierro dorado. La puerta que llevaba al comedor estaba abierta para que el calor de la estufa de la sala de estar aliviase un poco el frío del comedor: la ráfaga que llegaba desde allí era ciertamente fría. Todos pasaron al comedor para echar un vistazo y, de forma exasperantemente calmada, Daphne sopló el polvo que cubría las grosellas del centro de mesa.

—La campanilla del timbre suena muy bien ahora, querida.

—Sí, está bien, pero, cuando la probé, Doris dio tal respingo que casi le da un síncope.

—Puede que suene demasiado fuerte.

—Lo que quiero decir es que Doris debe aprender a no hacer eso. Tampoco es capaz de encontrar la carne en conserva.

—Perdón, querida. ¡Lo siento! Se me había olvidado en el cesto.

—Pero, mamá... No ha podido empezar todavía a preparar los sándwiches. Supongo que has pasado por la iglesia —dijo Daphne, no sin precipitación.

—Sí, no hemos hecho más que...

—Me parece que la iglesia puede esperar. Es sábado, después de todo.

Esa noche sirvieron una cena fría y, como acabaron temprano, Doris tuvo tiempo para quitar la mesa. Después, había que vestirse. Dickie se mostraba un tanto indiferente con la fiesta, pues quería ver un partido de hockey sobre hielo. Se había pasado en Southstone toda la tarde del sábado jugando al hockey en el barro.

—No sé por qué quieren venir —dijo.

—Bueno, después de todo, también viene Clara.

—¿Con qué intención viene? Es la primera noticia.

—Por favor, Dickie... ¡Si tú mismo la invitaste! Eres tú quien le ha propuesto que se pasara un rato el sábado y, desde luego, se entusiasmó con la invitación. Creo que, con tal de venir, es capaz de anular cualquier otra cita que tenga.

—Yo no sé qué citas tienen tus amigas, pero sé que jamás he invitado a Clara. ¿Crees que iba a invitarla justo cuando las Águilas de Montreal están aquí?

—¿De qué águilas hablas, querido? —preguntó la señora Heccomb.



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