La muerte de Artemio Cruz by Carlos Fuentes

La muerte de Artemio Cruz by Carlos Fuentes

autor:Carlos Fuentes [Fuentes, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1962-01-01T05:00:00+00:00


1915: 22 de octubre

Él se envolvió en la manta azul, porque el viento helado de esas horas desmentía, con un rumor de rastrojo agitado, el calor vertical del día. Habían pasado toda la noche en campo abierto, sin comer. A menos de dos kilómetros se levantaban las coronas de basalto de la sierra, con la raíz hundida en el desierto duro. Desde tres días antes, el destacamento de exploración caminaba sin pedir rumbo ni señas, guiado sólo por el olfato del capitán, que creía conocer las mañas y las rutas de las columnas, ahora jironeadas y en fuga, de Francisco Villa. Detrás, a sesenta kilómetros de distancia, quedaron las fuerzas que sólo esperaban la llegada, a matacaballo, de un emisario del destacamento para lanzarse sobre los restos de Villa e impedirles que se unieran con tropas frescas en Chihuahua. Pero, ¿dónde estarían esos jirones del cabecilla? Él creía saberlo: en algún vericueto de la montaña, siguiendo el camino más difícil. Al cuarto día —éste— el destacamento debería internarse en la Sierra mientras las fuerzas leales a Carranza avanzaban hacia el lugar que, al alba, él y sus hombres habrían de dejar. Desde ayer, se habían agotado las bolsas de pinole. Y el sargento que al anochecer salió a caballo, cargando con las cantimploras de todo el destacamento, hacia el riachuelo que se derrumbaba por las rocas y se agotaba al primer contacto con el desierto, no lo encontró. Sí pudo ver el cauce de vetas rojizas, limpio y arrugado, vacío. Y es que dos años antes habían pasado por este mismo lugar en época de aguas y ahora sólo un astro redondo se mecía, del alba al crepúsculo, sobre las cabezas hirvientes de los soldados. Habían acampado sin prender lumbres; algún vigía podría distinguirlos desde la montaña. Además, no era necesario. Ningún alimento se cocinaría, yen la inmensidad del llano desértico, mal podría calentar a nadie una fogata aislada. Envuelto en el sarape, él se acarició el rostro delgado: la prolongación del bigote crespo en la barba de los últimos días; las incrustaciones de polvo en las comisuras de los labios, en las cejas, en el caballete de la nariz. Dieciocho hombres formaban el campo, a unos metros del jefe: él duerme o vigila solo, siempre, con un tramo de tierra que lo separa de sus hombres. Cerca, las crines de los caballos se agitaban con el viento y sus siluetas negras se recortaban sobre la piel amarilla de la tierra. Quería ascender: el nacimiento del arroyo estaba en la montaña y entre sus rocas se formaba ese derrame de frescura breve y solitario. Quería ascender: el enemigo no debía andar lejos. Su cuerpo se sintió tenso esa noche. El ayuno y la sed le ahondaron y abrieron más los ojos, esos ojos verdes de mirada pareja y fría.

La máscara teñida de polvo permaneció fija y despierta. Esperaba la primera línea del alba para ponerse en marcha: al cuarto día, de acuerdo con lo convenido. Casi nadie dormía, porque lo miraban de lejos, sentado con las rodillas dobladas, envuelto en la manta, inmóvil.



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