La isla de las tormentas by Ken Follett

La isla de las tormentas by Ken Follett

autor:Ken Follett
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Espionaje, Belica, Intriga
publicado: 1978-01-01T05:00:00+00:00


18

El submarino giró en un tedioso círculo, sus poderosos motores diesel habían aminorado al máximo la marcha mientras surcaba las profundidades como un gran tiburón gris y desdentado. Su comandante, el teniente Werner Heer, su amo, bebía un sucedáneo de café y trataba de no fumar más cigarrillos. Habían tenido una larga noche y un largo día. No le gustaba nada la misión que le habían encomendado; él era un combatiente y allí no se libraba combate alguno; además, sentía antipatía por el callado funcionario del Abwehr, con sus ojos azules astutos como de personaje de libro de cuentos, el cual constituía un huésped no deseado a bordo de su submarino.

El hombre del Servicio de Inteligencia, mayor Wohl, estaba sentado frente al capitán. El hombre nunca tenía aspecto cansado, maldito fuera. Aquellos ojos azules lo escudriñaban todo, pero su expresión permanecía impasible. Su uniforme nunca se ajaba pese a los rigores de la vida debajo del agua, y encendía un cigarrillo cada veinte minutos y lo fumaba hasta quemarse los dedos. Heer habría querido dejar de fumar para hacer que se obedecieran las disposiciones y evitar que Wohl disfrutara del tabaco, pero él mismo era demasiado adicto.

Heer nunca había tenido simpatía por la gente del Servicio de Inteligencia, pues siempre tenía la sensación de que le estaban controlando a él; tampoco le gustaba trabajar con el Abwehr. Su submarino estaba hecho para el combate, no para andar dando vueltas por las costas británicas recogiendo agentes secretos. Le parecía que era una locura estar arriesgando una maquinaria de combate, y ni que hablar de una tripulación entrenada, en función de un hombre que podía no aparecer.

Terminó el líquido de su taza e hizo un gesto de desagrado.

—Maldito café —dijo—. Tiene un sabor espantoso.

La inexpresiva mirada de Wohl descansó sobre él un momento, y luego se apartó. No dijo una palabra.

Siempre hermético. Al diablo con él. Heer se movió ansioso en el asiento. Sobre el puente de un barca hubiera andado de un lado para otro, pero los hombres en los submarinos aprenden a evitar todo movimiento innecesario. Finalmente dijo:

—Su hombre no va a aparecer con semejante tiempo. ¿No le parece?

—Esperaremos hasta las seis de la mañana —dijo Wohl consultando su reloj.

No era una orden. Wohl no podía dar órdenes a Heer; pero una afirmación así era un insulto a un oficial de superior categoría, y Heer se lo dijo.

—Ambos cumpliremos nuestras órdenes —dijo Wohl—. Que, por cierto, como usted sabe provienen de muy altas autoridades.

Heer controló su encono. Él tenía razón, naturalmente, Heer cumpliría con las órdenes recibidas, pero cuando volvieran a puerto informaría sobre la insubordinación de Wohl. No porque sirviera de mucho; quince años en la Marina le habían enseñado que los que estaban en los cuarteles generales se hacían su propia ley.

—Bueno, aun cuando su hombre fuera lo suficientemente tonto como para arriesgarse esta noche, con toda seguridad no es lo bastante buen marino como para sobrevivir. La única respuesta de Wohl fue la misma mirada vacía. —Weissman —llamó Heer al radioperador.



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