La huella del invasor by Rocco Sarto

La huella del invasor by Rocco Sarto

autor:Rocco Sarto
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia ficción
publicado: 1982-10-22T22:00:00+00:00


CAPÍTULO VI

El vigilante miró mi credencial y abrió la puerta. A veces resulta muy útil ser un personaje importante. Fui hasta el ascensor y estaba a punto de subir cuando se me ocurrió una idea.

—¿Soy el primero en llegar?

—No, señor —dijo el guardia—, ya han subido tres caballeros.

—Gracias, no les avise que subo, les daré una sorpresa.

El guardia sonrió comprensivamente.

—Como usted diga, señor.

Subí al ascensor y piqué el último piso. Revisé la carga de mi 45 y respiré profundamente. Intuía, que estaba a punto de conseguir mi primera confirmación práctica del descubrimiento teórico realizado ya un mes atrás.

Descendí del ascensor y me encaminé a la única puerta visible. Era oscura y de imitación madera, pero cuando la toqué comprobé que era de acero y estaba sugestivamente fría. Probé el picaporte y no pude abrirla. Dentro no se escuchaba absolutamente nada.

Junto al ascensor había una escalerilla que llevaba a la terraza. Subí por ella y después de un ligero forcejeo conseguí abrir la puertecilla y salir a la noche húmeda.

Me asomé y vi un resplandor azulino en la ventana del ático. Miré a mí alrededor. No había nada que pudiese servirme para descolgarme desde la terraza. Pasé una pierna sobre la baranda y miré hacia abajo. Estaba a cincuenta metros sobre el nivel de la calle. A lo lejos, el océano era una adivinanza oscura, sepultada en la bruma.

El balcón-terraza sobresalía un metro de la línea de edificación proyectando el ático hacia la calle. Tenía que saltar. Me sostuve con las manos y me balanceé procurando caer en el rincón más oscuro.

Solté la baranda y flexioné las piernas. No produje ningún sonido. Las zapatillas de goma son muy eficaces para los ladrones aficionados.

Sin mirar a ninguna parte rodé hasta quedar a cubierto detrás de un enorme macetón en el que una planta irreconocible se pudría con resignación.

Me asomé con infinita cautela y no pude reprimir una náusea.

Un hombre joven, delgado y vestido solamente con un pantalón pijama estaba sentado en un sillón dentro del salón que daba a la terraza.

Tenía el torso desnudo y muy erguido. Parecía petrificado, pero estaba muerto. Los ojos habían desaparecido y en su lugar había dos oquedades sanguinolentas.

Dos tipos se ocupaban de revolver todo el cuarto. El tercero estaba a la vista.

Parecía una imagen de pesadilla. Era absolutamente irreal. No podía comprender cómo Schnapfeld podía conservar aquella posición. No estaba atado ni sostenido por nada. Sangraba lentamente y el torso desnudo parecía una cortina con grandes manchas oscuras, el color distorsionado por efecto de aquella extraña luz azulina.

No buscaban absolutamente nada, se limitaban a revolverlo todo, tirando las cosas al suelo, rompiendo libros y cerámicas, dando la impresión de un saqueo salvaje.

No tenía ningún sentido, a menos que pretendieran disimular aquel asesinato brutal.

De pronto dejaron de romperlo todo y se acercaron al cadáver de Schnapfeld y pude ver sus rostros. Una garra helada me cogió el corazón y lo detuvo. Sentí que la náusea se acumulaba en mi garganta y casi inconscientemente levanté la pistola.

Aquellos tres individuos no tenían rostro humano.



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